León (XI-2020) © SVM |
Leopoldo Alas, Clarín: La Regenta (cap. XXVI)
El Viernes Santo amaneció
plomizo; el Magistral muy temprano, en cuanto fue de día, se asomó al balcón a
consultar las nubes. «¿Llovería? Hubiera dado años de vida porque el sol
barriera aquel toldo ceniciento y se asomara a iluminar cara a cara y sin rebozo
aquel día de su triunfo... ¡Dos días de triunfo! ¡El miércoles el entierro del
ateo convertido, el viernes el entierro de Cristo, y en ambos él, don Fermín
triunfante, lleno de gloria, Vetusta admirada, sometida, los enemigos tragando
polvo, dispersos y aniquilados!».
También Ana miró al cielo muy
de mañana, y sin poder remediarlo pensó ¡si lloviera! Lo deseaba y le remordía
la conciencia de este deseo. Estaba asustada de su propia obra. «Yo soy una
loca -pensaba- tomo resoluciones extremas en los momentos de la exaltación y
después tengo que cumplirlas cuando el ánimo decaído, casi inerte, no tiene
fuerza para querer». Recordaba que de rodillas ante el Magistral le había
ofrecido aquel sacrificio, aquella prueba pública y solemne de su adhesión a
él, al perseguido, al calumniado. Se le había ocurrido aquella tremenda traza
de mortificación propia en la novena de los Dolores, oyendo el Stabat Mater de Rossini, figurándose con
calenturienta fantasía la escena del Calvario, viendo a María a los pies de su
hijo, dum pendebat filius, como decía
la letra. Había recordado, como por inspiración, que ella había visto en
Zaragoza a una mujer vestida de Nazareno, caminar descalza detrás de la urna de
cristal que encerraba la imagen supina del Señor, y sin pensarlo más, había
resuelto, se había jurado a sí misma caminar así, a la vista del pueblo entero,
por todas las calles de Vetusta detrás de Jesús muerto, cerca de aquel
Magistral que padecía también muerte de cruz, calumniado, despreciado por
todos... y hasta por ella misma... Y ya no había remedio, don Fermín, después
de una oposición no muy obstinada, había accedido y aceptaba la prueba de
fidelidad espiritual de Ana; doña Petronila, a quien ya no miraba como tercera
repugnante de aventuras sacrílegas, se había ofrecido a preparar el traje y
todos los pormenores del sacrificio...
«¡Y ahora, cuando era llegado el día, cuando se acercaba la hora, se le ocurría
a ella dudar, temer, desear que se abrieran las cataratas del cielo y se
inundara el mundo para evitar el trance de la procesión!».
Ana pensaba también en su
Quintanar. Todo aquello era por él, cierto; era preciso agarrarse a la piedad
para conservar el honor, pero ¿no había otra manera de ser piadosa? ¿No había
sido un arrebato de locura aquella promesa? ¿No iba a estar en ridículo aquel
marido que tenía que ver a su esposa descalza, vestida de morado, pisando el
lodo de todas las calles de la Encimada, dándose
en espectáculo a la malicia, a la envidia, a todos los pecados capitales,
que contemplarían desde aceras y balcones aquel cuadro vivo que ella iba a representar? Buscaba Ana el fuego del
entusiasmo, el frenesí de la abnegación que hacía ocho días, en la iglesia,
oyendo música, le habían sugerido aquel proyecto; pero el entusiasmo, el
frenesí, no volvían; ni la fe siquiera la acompañaba. El miedo a los ojos de
Vetusta, a la malicia boquiabierta, la dominaba por completo; ya no creía, ni
dejaba de creer; no pensaba ni en Dios, ni en Cristo, ni en María, ni siquiera
en la eficacia de su sacrificio para restaurar la fama del Magistral: no
pensaba más que en el escándalo de
aquella exhibición. «Sí, escándalo era; la mujer de su casa, la esposa honesta,
protestaba dentro de Ana contra el espectáculo próximo... No, no estaba segura
de que su abnegación fuese buena siquiera; acaso era una desfachatez; la paz de
su casa, el recato del hogar, lo decían con silencio solemne...» y Ana sudaba
de congoja... «¡Lo que había prometido!».
No llovió. El toldo gris del
cielo continuó echado sobre el pueblo todo el día. Una hora antes de obscurecer
salió la procesión del Entierro de la iglesia de San Isidro.
-«¡Ya llega, ya llega!»
-murmuraban los socios del Casino apiñados en los balcones, codeándose,
pisándose, estrujándose, los músculos del cuello en tensión, por el afán de ver
mejor el extraño espectáculo, de contemplar a su sabor a la dama hermosa, a la
perla de Vetusta, rodeada de curas y monagos, a pie y descalza, vestida de
nazareno, ni más ni menos que el señor Vinagre, el cruelísimo maestro de
escuela.
Como una ola de admiración
precedía al fúnebre cortejo; antes de llegar la procesión a una calle, ya se
sabía en ella, por las apretadas filas de las aceras, por la muchedumbre
asomada a ventanas y balcones que «la Regenta venía guapísima, pálida, como la
Virgen a cuyos pies caminaba». No se hablaba de otra cosa, no se pensaba en
otra cosa. Cristo tendido en su lecho, bajo cristales, su Madre de negro,
atravesada por siete espadas, que venía detrás, no merecían la atención del
pueblo devoto; se esperaba a la Regenta, se la devoraba con los ojos... En
frente del Casino, en los balcones de la Real Audiencia, otro palacio
churrigueresco de piedra obscura, estaban, detrás de colgaduras carmesí y oro,
la gobernadora civil, la militar, la presidenta, la Marquesa, Visitación, Obdulia,
las del barón y otras muchas damas de la llamada aristocracia por la humilde y
envidiosa clase media. Obdulia estaba pálida de emoción. Se moría de envidia.
«¡El pueblo entero pendiente de los pasos, de los movimientos, del traje de
Ana, de su color, de sus gestos!... ¡Y venía descalza! ¡Los pies blanquísimos,
desnudos, admirados y compadecidos por multitud inmensa!». Esto era para la de
Fandiño el bello ideal de la coquetería. Jamás sus desnudos hombros, sus brazos
de marfil sirviendo de fondo a negro encaje bordado y bien ceñido; jamás su
espalda de curvas vertiginosas, su pecho alto y fornido, y exuberante y
tentador, habían atraído así, ni con cien leguas, la atención y la admiración
de un pueblo entero, por más que los luciera en bailes, teatros, paseos y
también procesiones... ¡Toda aquella carne blanca, dura, turgente,
significativa, principal, era menos por razón de las circunstancias, que dos
pies descalzos que apenas se podían entrever de vez en cuando debajo del
terciopelo morado de la nazarena! «Y
era natural; todo Vetusta, seguía pensando Obdulia, tiene ahora entre ceja y
ceja esos pies descalzos, ¿por qué? porque hay un cachet distinguidísimo en el modo de la exhibición, porque... esto
es cuestión de escenario». «¿Cuándo
llegará?» preguntaba la viuda, lamiéndose los labios, invadida de una envidia
admiradora, y sintiendo extraños dejos de una especie de lujuria bestial,
disparatada, inexplicable por lo absurda. Sentía Obdulia en aquel momento
así... un deseo vago... de... de... ser hombre.
Hombre era, y muy hombre, el
maestro de escuela Vinagre, don Belisario, que se disfrazaba de Nazareno en tan
solemne día, según costumbre inveterada y era el más terrible Herodes de
primeras letras los demás días del año. Todos los chiquillos de su escuela, que
le aborrecían de corazón, se agolpaban en calles, plazas y balcones, a ver
pasar al señor maestro, con su cruz de cartón al hombro y su corona de espinas
al natural, que le pinchaban efectivamente, como se conocía por el movimiento
de las cejas y la expresión dolorosa de las arrugas de la frente. Deseaban los
muchachos cordialmente que aquellas espinas le atravesasen el cráneo. El
entierro de Cristo era la venganza de toda la escuela. Vinagre, en su afán de
mortificar a cuantas generaciones pasaban por su mano, se gozaba en lastimar a
la suya, en su propia persona. Pero no sólo el prurito de darse tormento como a
cada hijo de vecino, le había inspirado aquella diablura de coronarse de
espinas y dar un gustazo a los recentales de su rebaño pedagógico, sino que era
gran parte en aquella exhibición anual la pícara vanidad. El saber que una vez
al año, él, Vinagre, don Belisario, era objeto de la espectación general, le llenaba el alma de gloria. Nadie se había
atrevido a seguir su ejemplo; él era el único Nazareno de la población y gozaba
de este privilegio tranquilamente muchos años hacía.
La competencia de doña Ana
Ozores en vez de molestarle le colmó de orgullo. Sin encomendarse a Dios ni al
diablo, en cuanto la vio salir de San Isidro, se emparejó con ella, la saludó
muy cortésmente, y con su cruz a cuestas y todo supo demostrar que él era ante
todo, y aun camino del Calvario, un cumplido caballero; si había charcos él era
el que se metía por ellos para evitar el fango a los pies desnudos y de nácar
de aquella ilustre señora, su compañera. Ana iba como ciega, no oía ni entendía
tampoco, pero la presencia grotesca de aquel compañero inesperado la hizo
ruborizarse y sintió deseos locos de echar a correr. «La habían engañado, nada
le habían dicho de aquella caricatura que iba a llevar al lado». «Oh, si ella
tuviese todavía aquel espíritu sinceramente piadoso de otro tiempo, esta nueva
mortificación, este escarnio, esta saturación de ridículo le hubiera agradado,
porque así el sacrificio era mayor, la fuerza de su abnegación sublime».
Vinagre admiró como todo el
pueblo, especialmente el pueblo bajo, los pies descalzos de la Regenta. En
cuanto a él lucía deslumbradora bota de charol, con perdón de la propiedad
histórica. Demasiado sabía Vinagre que las botas de charol no existían en
tiempo de Augusto, ni aunque existieran las había de llevar Jesús al Calvario;
pero él no era más que un devoto, un devoto que en todo el año no tenía ocasión
de lucirse; había que perdonarle la vanidad de ostentar en aquella ocasión sus
botas como espejos, que sólo se calzaba en tan solemne día.
«¡Ya llegan, ya llegan!
repitieron los del Casino y las señoras de la Audiencia cuando la procesión
llegaba de verdad. Ahora no era un rumor falso, eran ellos, era el Entierro».
Cesaron los comentarios en los
balcones.
Todas las almas, más o menos
ruines, se asomaron a los ojos.
Ni un solo vetustense allí
presente pensaba en Dios en tal instante.
El pobre don Pompeyo, el ateo,
ya había muerto.
Visitación, la del Banco, en
vez de mirar como todos hacia la calle estrecha por donde ya asomaban los
pendones tristes y desmayados, las cruces y ciriales, observaba el gesto de don
Álvaro Mesía, que estaba solo, al parecer, en el último balcón de la fachada
del Casino, en el de la esquina. Todo de negro, abrochada la levita ceñida
hasta el cuello, don Álvaro, pálido, mordía de rato en rato el puro habano que
tenía en la boca, sonreía a veces y se volvía de cuando en cuando a contestar a
un interlocutor, invisible para Visita.
Era don Víctor Quintanar. Los
dos amigos se habían encerrado en la secretaría del Casino, a ruegos del
ex-regente, que quería ver, sin ser visto, lo que él llamaba la subida al Calvario de su dignidad. Detrás de Mesía, que daba buena
sombra, temblando sin saber por qué, impaciente, casi con fiebre, Quintanar se
disponía a ver todo lo que pudiera.
-Mire usted -decía- si yo
tuviera aquí una bomba Orsini... se la arrojaba sin inconveniente al señor
Magistral cuando pase triunfante por ahí debajo. ¡Secuestrador!
-Calma, don Víctor, calma;
esto es el principio del fin. Estoy seguro de que Ana está muerta de vergüenza
a estas horas. Nos la han fanatizado, ¿qué le hemos de hacer? pero ya abrirá
los ojos; el exceso del mal traerá el remedio... Ese hombre ha querido estirar
demasiado la cuerda; claro que esto es un gran triunfo para él... pero Ana
tendrá que ver al cabo que ha sido instrumento del orgullo de ese hombre.
-¡Eso, instrumento, vil
instrumento! La lleva ahí como un triunfador romano a una esclava... detrás del
carro de su gloria...
Don Víctor se embrollaba en
estas alegorías, pero lo cierto era que él se figuraba a don Fermín de Pas, en
medio de la procesión, y de pie en un carro de cartón, como él había visto
entrar al barítono en el escenario del Real, una noche que cantaba el Poliuto.
Don Álvaro no fingía su buen
humor. Estaba un poco excitado, pero no se sentía vencido; él se atenía a sus
experiencias. «Aquel clérigo no había tocado en la Regenta, estaba seguro».
Sonreía de todo corazón, sonreía a sus pensamientos, a sus planes. «Claro que
les molestaba a los nervios aquel espectáculo en que aparentemente el rival se
mostraba triunfando a la romana, según don Víctor, pero... no había tocado en
ella».
Quintanar, desde su escondite,
vio asomar entre los balaustres negros del balcón una cruz dorada, remate de un
pendón viejo y venerable. Se puso de pies sobre la silla, siempre sin poder ser
visto desde la calle, y reconoció a Celedonio con una cruz de plata entre los
brazos.
Mesía, dejando detrás de sí a
su amigo, ocupó el medio del balcón, arrogante y desafiando las miradas de los
clérigos que pasaban debajo de él.
Los tambores vibraban
fúnebres, tristes, empeñados en resucitar un dolor muerto hacía diez y nueve
siglos; a don Víctor sí le sonaba aquello a himno de muerte; se le figuraba ya
que llevaban a su mujer al patíbulo.
El redoble del parche se
destacaba en un silencio igual y monótono.
En la calle estrecha, de casas
obscuras, se anticipaba el crepúsculo; las largas filas de hachas encendidas,
se perdían a lo lejos hacia arriba, mostrando la luz amarillenta de los
pábilos, como un rosario de cuenta, doradas, roto a trechos. En los cristales
de las tiendas cerradas y de algunos balcones, se reflejaban las llamas
movibles, subían y bajaban en contorsiones fantásticas, como sombras lucientes,
en confusión de aquelarre. Aquella multitud
silenciosa, aquellos pasos sin ruido, aquellos rostros sin
expresión de los colegiales de blancas albas que alumbraban con cera la calle
triste, daban al conjunto apariencia de ensueño. No parecían seres vivos
aquellos seminaristas cubiertos de blanco y negro, pálidos unos, con cercos
morados en los ojos, otros morenos, casi negros, de pelo en matorral, casi
todos cejijuntos, preocupados con la idea fija del aburrimiento, máquinas de
hacer religión, reclutas de una leva forzosa del hambre y de la holgazanería.
Iban a enterrar a Cristo, como a cualquier cristiano, sin pensar en Él; a
cumplir con el oficio. Después venían en las filas clérigos con manteo,
militares, zapateros, y sastres vestidos de señores, algunos carlistas, cinco o
seis concejales, con traje de señores también. Iba allí Zapico, el dueño
ostensible de la Cruz Roja, esclavo de doña Paula. El Cristo tendido en un
lecho de batista, sudaba gotas de barniz. Parecía haber muerto de consunción. A
pesar de la miseria del arte, la estatua supina, por la grandeza del símbolo
infundía respeto religioso... Representaba a través de tantos siglos un duelo
sublime. Detrás venía la Madre. Alta, escuálida, de negro, pálida como el hijo,
con cara de muerta como él. Fija la mirada de idiota en las piedras de la
calle, la impericia del artífice había dado, sin saberlo, a aquel rostro la
expresión muda del dolor espantado, del dolor que rebosa del sufrimiento. María
llevaba siete espadas clavadas en el pecho. Pero no daba señales de sentirlas;
no sentía más que la muerte que llevaba delante. Se tambaleaba sobre las andas.
También esto era natural. Desde su altura dominaba la muchedumbre, pero no la
veía. La Madre de Jesús no miraba a los vetustenses... Don Álvaro Mesía, al
pasar cerca de sus pies la Dolorosa tuvo miedo, dio un paso atrás en vez de
arrodillarse. El choque de aquella imagen del dolor infinito con los
pensamientos de don Álvaro, todos profanación y lujuria, le espantó a él mismo.
Estaba pensando que Ana, después de aquella
locura que cometía por el confesor, por De Pas, haría otras mayores por el
amante, por Mesía.
Allí iba la Regenta, a la
derecha de Vinagre, un paso más adelante, a los pies de la Virgen enlutada,
detrás de la urna de Jesús muerto. También Ana parecía de madera pintada; su
palidez era como un barniz. Sus ojos no veían. A cada paso creía caer sin sentido.
Sentía en los pies, que pisaban las piedras y el lodo un calor doloroso;
cuidaba de que no asomasen debajo de la túnica morada; pero a veces se veían.
Aquellos pies desnudos eran para ella la desnudez de todo el cuerpo y de toda
el alma. «¡Ella era una loca que había caído en una especie de prostitución
singular!; no sabía por qué, pero pensaba que después de aquel paseo a la
vergüenza ya no había honor en su casa. Allí iba la tonta, la literata, Jorge
Sandio, la mística, la fatua, la loca, la loca sin vergüenza». Ni un solo
pensamiento de piedad vino en su ayuda en todo el camino. El pensamiento no le
daba más que vinagre en aquel calvario de su recato. Hasta recordaba textos de
Fray Luis de León en la Perfecta Casada,
que, según ella, condenaban lo que estaba haciendo. «Me cegó la vanidad, no la
piedad, pensaba». «Yo también soy cómica, soy lo que mi marido». Si alguna vez
se atrevía a mirar hacia atrás, a la Virgen, sentía hielo en el alma. «La Madre
de Jesús no la miraba, no hacía caso de ella; pensaba en su dolor cierto; ella,
María, iba allí porque delante llevaba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué
iba?...».
Según el Magistral, iba
pregonando su gloria. Don Fermín no presidía este entierro como el del
miércoles, pero celebraba con él su nuevo triunfo. Caminaba cerca de Ana, casi
a su lado en la fila derecha, entre otros señores canónigos, con roquete,
muceta y capa; empuñaba el cirio apagado, como un cetro. «Él era el amo de todo
aquello. Él, a pesar de las calumnias de sus enemigos había convertido al gran
ateo de Vetusta haciéndole morir en el seno de la Iglesia; él llevaba allí, a
su lado, prisionera con cadenas invisibles a la señora más admirada por su
hermosura y grandeza de alma en toda Vetusta; iba la Regenta edificando al
pueblo entero con su humildad, con aquel sacrificio de la carne flaca, de las
preocupaciones mundanas, y era esto por él, se le debía a él sólo. ¿No se decía
que los jesuitas le habían eclipsado? ¿Que los Misioneros podían más que él con
sus hijas de confesión? Pues allí tenían prueba de lo contrario. ¿Los jesuitas
obligaban a las vírgenes vetustenses a ceñir el cilicio? Pues él descalzaba los
más floridos pies del pueblo y los arrastraba por el lodo... allí estaban,
asomando a veces debajo de aquel terciopelo morado, entre el fango. ¿Quién
podía más?». Y después de las sugestiones del orgullo, los temblores cardíacos
de la esperanza del amor. «¿Qué serían, cómo serían en adelante sus relaciones
con Ana?». Don Fermín se estremecía. «Por de pronto mucha cautela. Tal vez el
día en que dejé la puerta abierta a los celos la asusté y por eso tardó en
volver a buscarme. Cautela por ahora... después... ello dirá». De Pas sentía
que lo poco de clérigo que quedaba en su alma desaparecía. Se comparaba a sí
mismo a una concha vacía arrojada a la arena por las olas. «Él era la cáscara
de un sacerdote».
Al pasar delante del Casino,
frente al balcón de Mesía, Ana miraba al suelo, no vio a nadie. Pero don Fermín
levantó los ojos y sintió el topetazo de su mirada con la de don Álvaro; el
cual reculó otra vez, como al pasar la Virgen, y de pálido pasó a lívido. La
mirada del Magistral fue altanera, provocativa, sarcástica en su humildad y
dulzura aparentes: quería decir ¡Vae
Victis! La de Mesía no reconocía la victoria; reconocía una ventaja pasajera...
fue discreta, suavemente irónica, no quería decir: «Venciste, Galileo» sino
«hasta el fin nadie es dichoso». De Pas comprendió, con ira, que el del balcón
no se daba por vencido.
-¡Va hermosísima! -decían en
tanto las señoras del balcón de la Audiencia.
-¡Hermosísima!
-¡Pero se necesita valor!
-Amigo, es una santa.
-Yo creo que va muerta -dijo
Obdulia-; ¡qué pálida! ¡qué parada!
parece de escayola.
-Yo creo que va muerta de
vergüenza -dijo al oído de la Marquesa, Visita.
Doña Rufina suspiraba con aires
de compasión. Y advirtió:
-Lo de ir descalza ha sido una
barbaridad. Va a estar en cama ocho días con los pies hechos migas.
La baronesa de La Deuda
Flotante, definitivamente domiciliada en Vetusta, se atrevió a decir encogiendo
los hombros:
-Dígase lo que se quiera;
estos extremos no son propios... de personas decentes.
El Marqués apoyó la idea muy
eruditamente.
-Eso es piedad de
transtiberina.
-Justo -dijo la baronesa, sin
recordar en aquel instante lo que era una transtiberina.
Como en la Audiencia, en todos
los balcones de la carrera, después de pasar la procesión y haber contemplado y
admirado la hermosura y la valentía de la Regenta, se murmuraba ya y se
encontraba inconvenientes graves en aquel «rasgo de inaudito atrevimiento».
Foja en el Casino, lejos de
Mesía y don Víctor, decía pestes del Magistral y la Regenta. «Todo eso es
indigno. No sirve más que para dar alas al Provisor. Lo que ha hecho la Regenta
lo pagarán los curas de aldea. Además, la mujer casada la pierna quebrada y en
casa».
-Sin contar -añadía Joaquín
Orgaz- con que esto se presta a exageraciones y abusos. El año que viene vamos
a ver a Obdulia Fandiño descalza de pie... y pierna, del brazo de Vinagre.
Se rió mucho la gracia.
Pero también se notó que Orgaz
decía aquello porque no había sacado nada de sus pretensiones amorosas, o por
lo menos, no había sacado bastante.
El populacho religioso
admiraba sin peros ni distingos la humildad de aquella señora. «Aquello era
imitar a Cristo de verdad. ¡Emparejarse, como un cualquiera, con el señor
Vinagre el nazareno; y recorrer descalza todo el pueblo!... ¡Bah! ¡era una
santa!».
En cuanto a don Víctor, al
pasar debajo de su balcón el Magistral y Ana preguntó a Mesía:
-¿Están ya ahí?
-Sí, ahí van...
Y el mismo esposo estiró el
cuello... y asomó la cabeza... Lo vio todo. Dio un salto atrás.
-¡Infame! ¡es un infame! ¡me
la ha fanatizado!
Sintió escalofríos. En aquel
instante la charanga del batallón que iba de escolta comenzó a repetir una
marcha fúnebre.
Al pobre Quintanar se le
escaparon dos lágrimas. Se le figuró al oír aquella música que estaba viudo,
que aquello era el entierro de su mujer.
-Ánimo, don Víctor -le dijo
Mesía volviéndose a él, y dejando el balcón-. Ya van lejos.
-No; no quiero verla otra vez.
¡Me hace daño!
-Ánimo... Todo esto pasará...
Y apoyó Mesía una mano en el
hombro del viejo.
El cual, agradecido,
enternecido, se puso en pie; procuró ceñir con los brazos la espalda y
el pecho del amigo, y exclamó con voz solemne y de sollozo:
-¡Lo juro por mi nombre
honrado! ¡Antes que esto, prefiero verla en brazos de un amante!
-Sí, mil veces, sí -añadió-
¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo antes que verla en brazos del
fanatismo!...
Y estrechó, con calor, la mano
que don Álvaro le ofrecía.
La marcha fúnebre sonaba a los
lejos. El chin, chin de los
platillos, el rum rum del bombo
servían de marco a las palabras grandilocuentes de Quintanar.
-¡Qué sería del hombre en
estas tormentas de la vida, si la amistad no ofreciera al pobre náufrago una
tabla donde apoyarse!
-¡Chin, chin, chin! ¡bom, bom, bom!
-¡Sí, amigo mío! ¡Primero
seducida que fanatizada!...
-Puede usted contar con mi
firme amistad, don Víctor; para las ocasiones son los hombres...
-Ya lo sé, Mesía, ya lo sé...
¡Cierre usted el balcón, porque se me figura que tengo ese bombo maldito dentro de la cabeza!
Fuente:
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-regenta--1/html/ff0eb4a0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_15.html#I_44_
- ANÁLISIS
1) Introducción
al autor y la obra
Leopoldo
Alas, Clarín (Zamora, 1852 – Oviedo, 1901) es uno de los más brillantes y
agudos narradores de todos los tiempos en lengua española. Profesor
universitario de la rama del derecho, crítico literario, influido e imbuido de
ideales regeneracionistas y krausistas –sistematizados y difundidos en España
por Julián Sanz del Río--, Clarín ha ejercido un magisterio evidente en la
literatura española. Además de sus cuentos, deliciosos, agudos, densos
--"Adiós, Cordera" (1892), es quizá el más memorable--, compuso dos
novelas de gran calidad, La Regenta (1884-1885) y Su único hijo (1890).
La Regenta presenta la vida toda, con sus luces y
sombras, sus miserias y grandezas, de Vetusta, trasunto comúnmente aceptado de
Oviedo, ciudad en la que vivía nuestro novelista. Bajo los postulados del
realismo y el naturalismo, que integra en una formulación personal superior,
Clarín organiza su relato en torno a Ana Ozores, "la Regenta",
apodada así por ser esposa del regente de la audiencia de la ciudad de Vetusta,
don Víctor Quintanar. Ella es pusilánime, enfermiza, psicológicamente variable
e influenciable con cierta facilidad. Heredera de sus lecturas románticas, se
identifica en parte con las heroínas de folletín que buscan un amor imposible,
un anhelo indefinible y, por ello, destructivo en sí mismo.
Su
esposo, de mucha mayor edad, está más preocupado por las cuestiones de caza y
del teatro calderoniano que por las ansiedades de su mujer. Hacen presa en ella
Fermín de Pas, ambicioso magistral de la catedral y Álvaro Mesía, cínico don
juan local de vida errante entre Madrid y Vetusta. Ambos se disputan la conquista
espiritual, emocional y amorosa de Ana Ozores. De por medio, queda el retrato
divertido, irónico y satírico de la pacata sociedad vetustense.
Clarín
no oculta su intención crítica superior: muestra las vergüenzas morales y
materiales de una sociedad estancada, mojigata y absurdamente inmovilista y
conservadora. Pero lo hace con intención constructiva y reflexiva.
Clarín
escribe sus novelas bajo los postulados del realismo y del naturalismo, que
resumimos brevemente: observación minuciosa de la realidad para luego
trasladarla con el mismo detallismo a su libro; atención por igual a todas las
clases sociales, desde la vieja nobleza hasta los humildes menestrales;
penetración psicológica de los personajes, del que se nos muestra su
interioridad más íntima; verosimilitud básica, lo que facilita la familiaridad
del lector con el mundo novelesco; renovación estilística respecto del
romanticismo, basado en la atención al lenguaje popular tanto como al culto y
depuración expresiva; introducción de técnicas narrativas nuevas, sobre todo el
monólogo interior o soliloquio, el estilo indirecto libre, la ambigua situación
del narrador –oscilante entre la omnisciencia objetiva y distanciada, y la
parcial y partidista-- y la alternancia en el punto de vista.
2) Resumen
Aquí
hemos elegido un extracto que procede del capítulo XXVI, ya cerca del final.
Los titubeos religiosos y emocionales de Ana la balancean del poder de don
Fermín al de don Álvaro; predadores despiadados, sólo esperan que la presa
caiga rendida a sus pies por agotamiento. Tan importante era rendir a Ana como
destruir al contrincante. La Regenta decide salir de penitente en una procesión
de Semana Santa, descalza, al lado del maestro, Vinagre, uno de los hombres más
odiados de Vetusta. Era un modo de mostrar su sumisión al Magistral y el
triunfo de la fe. El texto presenta en fino análisis las reacciones de los
habitantes. Narra con exactitud el discurrir de la procesión, describe con
morosidad las reacciones físicas y psíquicas de los supuestos amigos y enemigos
de la Regenta, todo ello en un fino análisis de introspección psicológica.
Clarín nos muestra la sordidez moral de sus almas, corroídas por la envidia
ellas, traspasadas de lujuria ellos.
3) Rasgos
estilísticos
El
lenguaje utilizado, preciso como un bisturí, da cuenta poética de una sociedad
y unas personas maravillosamente descritas. El punto de vista oscila, va y
viene, de un personaje a otro, de un lugar a otro de las calles que recorre la
procesión. El terrible sarcasmo que cierra el texto es muy amargo. Don Víctor
preferiría que su mujer incurriera en adulterio antes que salir de ese modo en
la procesión. Y se lo confiesa a quien lleva meses preparando ese adulterio,
con gravísimas consecuencias para don Víctor y Ana.
El
patetismo de la escena también es muy llamativo; se ve rebajado por la ironía
del narrador, que ni por un momento deja de enviar mensajes al lector para que
analice la situación fría y objetivamente: lo grotesco de Ana recorriendo las
calles de Vetusta al lado de Vinagre, junto a un Cristo yacente y una Virgen
atravesada por siete puñales, no es más que una escena de unas vidas miserables
y absurdas.
4) Temas
En
este fragmento se aprecian muy bien los temas de la novela: la situación de la
mujer en un entorno conservador y machista, la pugna entre grupos de casino sin
más ocupación que sus ridículos ocios, envidias y celos, la problemática
religiosidad de personas auténticas frente a otras exaltadas o ignorantes, el
conservadurismo recalcitrante que impide el progreso armonioso de la sociedad...
Sin
ningún género de dudas, Clarín nos deja en La
Regenta una obra maestra de la literatura realista española de la segunda
mitad del siglo XIX. La inteligencia compositiva, temática y estilística hacen
de ella una novela inolvidable y transcendente desde el punto de vista
estético.
- PROPUESTA DIDÁCTICA
(Las
actividades que a continuación se proponen se pueden referir a todo el
fragmento o a una parte de él, a conveniencia del profesor. Pueden ser
realizadas de modo oral o escrito, en clase o en casa, de forma individual o en
grupo. Los bloques 2 y 3 se pueden desarrollar a través de un Aprendizaje
Basado en Proyectos).
2.1. Comprensión lectora
1)
Resume el contenido del texto (100 palabras).
2)
Presenta y analiza la media docena de personajes más importantes.
3)
Fíjate en la figura del narrador y explica cómo ve los hechos y los presenta al
lector.
4)
Proporciona ejemplos de soliloquios y de estilo indirecto libre. Nos permiten
conocer los pensamientos más profundos de los personajes.
5)
Acota el espacio y el tiempo en el que transcurre la acción.
6)
Ofrece ejemplos del empleo de recursos estilísticos que dotan de gran
expresividad y belleza al texto.
2.2.
Interpretación y pensamiento analítico
1)
¿Por qué el populacho admira a Ana y su paseo penitencial por Vetusta? ¿Todos
opinan igual?
2)
¿Cómo percibimos la ironía de Clarín respecto de los personajes y los hechos
narrados?
3)
Fermín de Pas, el Magistral, ¿qué tipo de triunfo desea sobre don Álvaro? De
otro modo, ¿qué siente por Ana?
4)
¿Qué siente Vinagre al llevar a su lado a La Regenta? ¿Cuánto hay de vanidad,
de rito y de tontería en la actitud del maestro de escuela?
5)
Caracteriza la sociedad vetustense desde el punto de vista político, cultural,
económico y religioso, a juzgar por los datos que ofrece el texto.
2.3.
Fomento de la creatividad
1) Partiendo de tu entorno,
escribe un texto literario, vagamente inspirado en La Regenta, en el que se pueda percibir el tipo de sociedad en la
que vives.
2) Trasforma el texto
anterior en un pequeño ensayo sobre la sociedad vetustense.
3) Pasa a pintura –cuadro,
dibujo, etc.-- el texto anterior.
4) Compara la sociedad
decimonónica con la actual. ¿Han cambiado mucho las cosas? ¿Para mejor o para
peor?
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