Baiona, Pontevedra (VIII-2020) © SVM |
1.
TEXTO
Ofrecemos a continuación seis capítulos de
la “Historia verdadera de la conquista de Nueva España”, de Bernal Díaz del
Castillo. Es un libro fundamental en las letras españolas por su contenido, sus
aciertos compositivos y la calidad de su prosa. Hemos elegido los capítulos
centrales del relato, que coinciden con la llegada a la ciudad de México. El
lector puede apreciar la frescura de su prosa, la honestidad de su
planteamiento textual, el acierto compositivo y la belleza latente en todas sus
líneas.
CAPÍTULO LXXXVII. CÓMO EL GRAN MONTEZUMA
NOS ENVIÓ OTROS EMBAJADORES CON UN PRESENTE DE ORO Y MANTAS
Ya
que estábamos de partida para ir nuestro camino a Méjico, vinieron ante Cortés
cuatro principales mejicanos que envió Montezuma y trajeron un presente de oro
y mantas, y después de hecho su acato, como lo tenían de costumbre, dijeron:
“Malinche, este presente te envía nuestro señor el gran Montezuma, y dice que
le pesa mucho por el trabajo que habéis pasado en venir de tan lejanas tierras
a verle, y que ya te ha enviado a decir otra vez que te dará mucho oro y plata
y chalchihuís en tributo para vuestro emperador y para vos y los demás teúles
que traéis, y que no vengas a Méjico, y ahora nuevamente te pide por merced que
no pases de aquí adelante, sino que te vuelvas por donde viniste, que él te
promete enviarte al puerto mucha cantidad de oro y plata y ricas piedras para
ese vuestro rey, y para ti te dará cuatro cargas de oro, y para cada uno de tus
hermanos una carga, porque ir a Méjico, es excusada tu entrada dentro, que
todos sus vasallos están puestos en armas para no dejaros entrar”. Además de
esto, que no tenía camino, sino muy angosto, ni bastimentos que comiésemos. Y
dijo otras muchas razones de inconvenientes para que no pasásemos de allí.
Cortés,
con mucho amor, abrazó a los mensajeros, aunque le pesó de la embajada, recibió
el presente, y les respondió que se maravillaba del señor Montezuma, habiéndose
dado por nuestro amigo y siendo tan gran señor, tener tantas mudanzas, que unas
veces dice uno y otras envía a mandar al contrario, y que en cuanto a lo que
dice que dará el oro para nuestro señor el emperador y para nosotros, que se lo
tiene en merced, y por aquello que ahora le envía, que en buenas obras se lo
pagará el tiempo andando. Que si le parecerá bien que, estando tan cerca de su
ciudad, será bueno volvernos del camino sin hacer aquello que nuestro señor nos
manda. Que si el señor Montezuma hubiese enviado sus mensajeros y embajadores a
algún gran señor como él es, ya que llegasen cerca de su casa aquellos
mensajeros que enviaba se volviesen sin hablarle y decirle a lo que iban, desde
que volviesen ante su presencia con aquel recaudo, ¿qué mercedes les haría, no
tenerles por cobardes y de poca calidad? Que así haría nuestro señor el
emperador con nosotros, y que de una manera o de otra habíamos de entrar en su
ciudad, y desde allí adelante que no le envíe más excusas sobre aquel caso,
porque le ha de ver y hablar y dar razón de todo el recaudo a que hemos venido,
y ha de ser a su sola persona; y desde que lo haya entendido, si no les
estuviese bien nuestra estada en su ciudad, que nos volveremos por donde
venimos.
El
gran Montezuma, como llegaron sus mensajeros y oyó la respuesta que Cortés le
envió, luego acordó enviar a un sobrino suyo, que se decía Cacamatzin, señor de
Tezcuco, con muy gran fausto, a dar el bienvenido a Cortés y a todos nosotros.
Vino uno de nuestros corredores a avisar que venían por el camino muy gran
copia de mejicanos de paz, y que al parecer venían de ricas mantas vestidos.
Cuando esto pasó era muy de mañana, y queríamos caminar, y Cortés nos dijo que
reparásemos en nuestras posadas hasta ver qué cosa era. En aquel instante
vinieron cuatro principales, y hacen a Cortés gran reverencia, y le dicen que
allí cerca viene Cacamatzin, gran señor de Tezcuco, sobrino del gran Montezuma,
y que nos pide por merced que aguardemos hasta que venga.
No
tardó mucho, porque luego llegó con el mayor fausto y grandeza que ningún señor
de los mejicanos habíamos visto traer. Ya que llegaron cerca del aposento donde
estaba Cortés, le ayudaron a salir de las andas, y le barrieron el suelo, y le
quitaban las pajas por donde había de pasar, y cuando llegaron ante nuestro
capitán le hicieron grande acato, y el Cacamatzin le dijo: “Malinche, aquí venimos
yo y estos señores a servirte y hacerte dar todo lo que hubieres menester para
ti y tus compañeros, y meteros en vuestras casas, que es nuestra ciudad, porque
así nos es mandado por nuestro señor el gran Montezuma, y dice que le perdones
porque él mismo no viene a lo que nosotros venimos, y porque está mal dispuesto
lo deja, y no por falta de muy buena voluntad que os tiene”. Como Cacamatzin
hubo dicho su razonamiento, Cortés le abrazó y le hizo muchas caricias a él y a
todos los más principales, y le dio tres piedras que se llaman margaritas, que
tienen dentro de sí muchas pinturas de diversos colores, y a los demás
principales se les dio diamanteas azules, y les dijo que se lo tenía en merced
y que cuándo pagaría al señor Montezuma las mercedes que cada día nos hace.
Otro
día por la mañana llegamos a la calzada ancha y vamos camino de Estapalapa. Y
desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme
otras grandes poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a
Méjico, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de
encantamiento que cuentan en el libro de Amadís,
por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos
de calicanto. Algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían, si
era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera,
porque hay mucho que ponderar en ello que no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca
oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como veíamos.
Pues
desde que llegamos cerca de Estapalapa, ver la grandeza de otros caciques que
nos salieron a recibir, que fue el señor de aquel pueblo, que se decía
Coadlavaca, y el señor de Culuacán, que entrambos entre deudos muy cercanos de
Montezuma. Después de bien visto todo aquello, fuimos a la huerta y jardín, que
fue cosa muy admirable verlo y pasearlo, que no me hartaba de mirar la
diversidad de árboles y los olores que cada uno tenía, y andenes llenos de
rosas y flores, y muchos frutales y rosales de la tierra, y un estanque de agua
dulce. Otra cosa de ver: que podían entrar en el vergel grandes canoas desde la
laguna por una abertura que tenían hecha, sin saltar en tierra.
CAPÍTULO LXXXVIII. DEL GRANDE Y SOLEMNE
RECIBIMIENTO QUE NOS HIZO EL GRAN MONTEZUMA
Luego
otro día de mañana partimos de Estapalapa, muy acompañados de aquellos grandes
caciques que atrás he dicho. Íbamos por nuestra calzada adelante, la cual es
ancha de ocho pasos, y va tan derecha a la ciudad de Méjico, que me parece que
no se torcía poco ni mucho, y aunque es bien ancha, toda iba llena de aquellas
gentes que no cabían, unos que entraban en Méjico y otros que salían, y los
indios que nos venían a ver, que no nos podíamos rodear de tantos como
vinieron.
Desde
que vimos cosas tan admirables, no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que
por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en
la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada
muchos puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de Méjico;
y nosotros aun no llegábamos a cuatrocientos soldados, y teníamos muy bien en
la memoria las pláticas y avisos que nos dijeron los de Huexocingo, Tlascala y
Tamanalco, y con otros muchos avisos que nos habían dado para que nos
guardásemos de entrar en Méjico, que nos habían de matar desde que dentro nos
tuviesen. Miren los curiosos lectores si esto que escribo si había bien que
ponderar en ello. ¿Qué hombres ha habido en el universo que tal atrevimiento
tuviesen?
Pasemos
adelante y vamos por nuestra calzada. Ya que llegamos donde se aparta otra
calzadilla que iba a Cuyuacán, que es otra ciudad, donde estaban unas como
torres que eran adoratorios, vinieron muchos principales y caciques con muy
ricas mantas sobre sí, con galanía de libreas diferenciadas las de los unos
caciques de los otros, y las calzadas llenas de ello. Aquellos grandes caciques
enviaba el gran Montezuma adelante a recibirnos, y así como llegaban antes
Cortés decían en su lengua que fuésemos bienvenidos. Desde allí se adelantaron
Cacamatzin, señor de Tezcuco, y el señor de Estapalapa, y el señor de Tacuba, y
el señor de Cuyuacán a encontrarse con el gran Montezuma, que venía cerca, en
ricas andas, acompañado de otros grandes señores y caciques que tenían
vasallos.
Ya
que llegábamos cerca de Méjico, adonde estaban otras torrecillas, se apeó el
gran Montezuma de las andas, y traíanles del brazo aquellos grandes caciques,
debajo de un palio muy riquísimo a maravilla, y la color de plumas verdes con
grandes labores de oro, con mucha argentería y perlas y piedras chalchihuís,
que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en aquello. El
gran Montezuma venía muy ricamente ataviado, según su usanza, y traía calzados
unas como cotaras, que así se dice lo que se calzan, las suelas de oro, y muy
preciada pedrería por encima de ellas. Venían, sin aquellos cuatro señores,
otros cuatro grandes caciques que traían el palio sobre sus cabezas, y otros
muchos señores que venían delante del gran Montezuma barriendo el suelo por
donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos
estos señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y
con mucho acato, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que lo
llevaban del brazo.
Como
Cortés vio y entendió y le dijeron que venía el gran Montezuma, se apeó del
caballo, y desde que llegó cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes
acatos. Montezuma le dio el bien venido, y nuestro Cortés le respondió con doña
Marina que él fuese muy bien estado. Paréceme que Cortés, con la lengua doña
Marina, que iba junto a él, le daba la mano derecha, y Montezuma no la quiso y
se la dio él a Cortés. Entonces sacó Cortés un collar que traía muy a mano de
unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margaritas, que tienen
dentro de sí muchas labores y diversidad de colores, y venía ensartado en unos
cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se lo echó al cuello al
gran Montezuma, y cuando se lo puso le iba a abrazar, y aquellos grandes
señores que iban con Montezuma detuvieron el brazo a Cortés que no le abrazase,
porque lo tenían por menosprecio. Luego Cortés, con la lengua doña Marina, le
dijo que holgaba ahora su corazón en haber visto un tan gran príncipe, y que le
tenía en gran merced la venida de su persona a recibirle y las mercedes que le
hace a la continua. Entonces Montezuma le dijo otras palabras de buen
comedimiento, y mandó a dos de sus sobrinos de los que le traían del brazo, que
eran el señor de Tezcuco y el señor de Cuyuacán, que se fuesen con nosotros
hasta aposentarnos. Montezuma con los otros dos sus parientes, Cuedlavaca y el
señor de Tacuba, que le acompañaban, se volvió a la ciudad, y también se
volvieron con él todas aquellas grandes compañías de caciques y principales que
le habían venido a acompañar.
Quiero
ahora decir la multitud de hombres, mujeres y muchachos que estaban en las
calles y azoteas y en canoas en aquellas acequias, que nos salían a mirar. Era
cosa de notar, que ahora que lo estoy escribiendo se me representa todo delante
de mis ojos como si ayer fuera cuando esto pasó. Dejemos palabras, pues las
obras son buen testigo de lo que digo, y volvamos a nuestra entrada en Méjico,
que nos llevaron a aposentar a unas grandes casas donde había aposentos para
todos nosotros, que habían sido de su padre del gran Montezuma, que se decía
Axayaca, adonde en aquella sazón tenía Montezuma sus grandes adoratorios de
ídolos y una recámara muy secreta de piezas y joyas de oro, que era como tesoro
de lo que había heredado de su padre Axayaca, que no tocaba en ello. Nos
llevaron a aposentar a aquella casa porque, como nos llamaban teúles y por
tales nos tenían, estuviésemos entre sus ídolos. Sea de una manera o sea de
otra, allí nos llevaron, donde tenían hechos grandes estrados y salas muy
entoldadas de paramentos de la tierra para nuestro capitán, y para cada uno de
nosotros otras camas de esteras y unos toldillos encima.
Como
llegamos y entramos en un gran patio, luego tomó por la mano el gran Montezuma
a nuestro capitán, que allí le estuvo esperando, y le metió en el aposento y
sala a donde había de posar, que le tenía muy ricamente aderezada para según su
usanza. Tenía aparejado un muy rico collar de oro de hechura de camarones, obra
muy maravillosa, y el mismo Montezuma se lo echó al cuello a nuestro capitán
Cortés, que tuvieron bien que mirar sus capitanes del gran favor que le dio.
Cuando se lo hubo puesto, Cortés le dio las gracias con nuestras lenguas, y
dijo Montezuma: “Malinche, en vuestra casa estáis vos y vuestros hermanos. Descansad”.
Luego se fue a sus palacios, que no estaban lejos. Nosotros repartimos nuestros
aposentos por capitanías, y nuestra artillería asestada en parte conveniente, y
muy bien platicado la orden que en todo habíamos de tener, y estar muy
apercibidos, así los de caballo como todos nuestros soldados. Fue ésta nuestra
venturosa y atrevida entrada en la gran ciudad de Tenustitlán Méjico, a ocho
días del mes de noviembre, año de Nuestro Salvador Jesucristo de 1519.
CAPÍTULO LXXXIX. CÓMO EL GRAN MONTEZUMA VINO
A NUESTROS APOSENTOS, CON MUCHOS CACIQUES QUE LO ACOMPAÑABAN, Y LA PLÁTICA QUE
TUVO CON NUESTRO CAPITÁN
Como
el gran Montezuma hubo comido y supo que nuestro capitán y todos nosotros hacía
buen rato que habíamos hecho lo mismo, vino a nuestro aposento con gran copia
de principales, todos deudos suyos, y con gran pompa. Como a Cortés le dijeron
que venía, le salió a mitad de la sala a recibir, y Montezuma le tomó por la
mano. Trajeron unos como asentadores hechos a su usanza, muy ricos y labrados
de muchas maneras con oro. Y Montezuma dijo a nuestro capitán que se sentase, y
se asentaron entrambos cada uno en el suyo. Luego comenzó Montezuma un muy buen
parlamento, y dijo que en gran manera se holgaba de tener en su casa y reino
unos caballeros tan esforzados como era el capitán Cortés y todos nosotros. Que
hacía dos años que tuvo noticia de otro capitán que vino a lo de Champotón; y
también el año pasado le trajeron nuevas de otro capitán que vino con cuatro
navíos, que siempre los deseó ver, y que ahora que nos tiene ya consigo para
servirnos y darnos de todo lo que tuviese, y que verdaderamente debe de ser cierto
que somos los que sus antecesores, muchos tiempos pasados, habían dicho que
vendrían hombres de donde sale el sol a señorear estas tierras. Cortés le
respondió con nuestras lenguas que consigo siempre estaban, en especial la doña
Marina, y le dijo que no sabe con qué pagar él ni todos nosotros las grandes
mercedes recibidas de cada día, y que ciertamente veníamos de donde sale el
sol, y somos vasallos y criados de un gran señor que se dice el emperador don
Carlos, que tiene sujetos a sí muchos y grandes príncipes, y que teniendo
noticias de él y de cuán gran señor es, nos envió a estas partes a verle y a
rogar que sean cristianos, como es nuestro emperador y todos nosotros, que
salvarán sus ánimas él y todos sus vasallos.
Acabado
este parlamento, tenía apercibido el gran Montezuma muy ricas joyas de oro y de
muchas hechuras, que dio a nuestro capitán, y asimismo a cada uno de nuestros
capitanes dio cositas de oro y tres cargas de antas de labores ricas de pluma;
y entre todos los soldados también nos dio a cada uno a dos cargas de mantas,
con alegría y en todo bien parecía gran señor. Cuando lo hubo repartido,
preguntó a Cortés si éramos todos hermanos y vasallos de nuestro gran
emperador; y dijo que sí, que éramos hermanos en el amor y amistad, personas
muy principales, y criados de nuestro gran rey y señor. Había mandado Montezuma
a sus mayordomos que, a nuestro modo y usanza, de todo estuviésemos proveídos,
que es maíz, piedras e indias para hacer pan, gallinas y fruta, y mucha hierba
para los caballos.
CAPÍTULO XC. CÓMO LUEGO, OTRO DÍA, FUE
NUESTRO CAPITÁN A VER AL GRAN MONTEZUMA, Y DE CIERTAS PLÁTICAS QUE TUVIERON
Otro
día acordó Cortés ir a los palacios de Montezuma, y primero envió a saber qué
hacía y que supiese cómo íbamos. Llevó consigo cuatro capitanes, que fueron
Pedro de Alvarado, Juan Velásquez de León, Diego de Ordaz y Gonzalo de
Sandoval, y también fuimos cinco soldados. Como Montezuma lo supo, salió a
recibirnos a mitad de la sala, muy acompañado de sus sobrinos, porque otros
señores no entraban ni comunicaban adonde él estaba si no era a negocios
importantes. Cortés les comenzó a hacer un razonamiento con nuestras lenguas
doña Marina y Aguilar y dijo que ahora que había venido a ver y hablar con un
tan gran señor como era, estaba descansando y todos nosotros, pues ha cumplido
el viaje y mandado que nuestro gran rey y señor la mandó.
Lo
que más le viene a decir de parte de nuestro señor Dios es que ya su merced
habrá entendido de sus embajadores Tendile, Pitalpitoque y Quintalbor, cuando
nos hizo las mercedes de enviarnos la luna y el sol de oro al arenal, cómo le
dijimos que éramos cristianos y adoramos a un solo Dios verdadero, y que
aquellos que ellos tienen por dioses, que no lo son, sino diablos, que son
cosas muy malas, y cuales tienen las figuras, que peores tienen los hechos, y
que mirasen cuán malos son y de poca valía, que adonde tenemos puestas cruces
como las que vieron sus embajadores, con temor de ellas no osan parecer
delante, y que el tiempo andando lo verán. Que ahora le pide por merced que
esté atento a las palabras que le quiere decir.
Y
luego le dijo, muy bien dado a entender, de la creación del mundo, y cómo todos
somos hermanos, hijos de un padre y de una madre, que se decían Adán y Eva, y
como tal hermano, nuestro gran emperador, doliéndose de la perdición de las
ánimas que son muchas las que aquellos sus ídolos llevan al infierno, donde
arden en vivas llamas, nos envió para que esto que ha oído lo remedien, y no
adores aquellos ídolos y les sacrifiquen más indios ni indias, pues todos somos
hermanos, ni consienta sodomías ni robos. Como pareció que Montezuma quería
responder, cesó Cortés la plática, y dijo a todos nosotros que con él fuimos:
“Con esto cumplimos, por ser el primer toque”.
Montezuma
respondió: “Señor Malinche, muy bien tengo entendido vuestras pláticas y
razonamientos antes de ahora, que a mis criados, antes de esto, les dijisteis
en el arenal eso de tres dioses y de la cruz, y todas las cosas que en los
pueblos por donde habéis venido habéis predicado. No os hemos respondido a cosa
ninguna de ellas porque desde ab initio
acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos. Así deben ser los
vuestros y no curéis más al presente de hablarnos de ellos. En eso de la
creación del mundo, así lo tenemos nosotros creído muchos tiempos ha pasados, y
a esa causa tenemos por cierto que sois los que nuestros antecesores nos dijeron
que vendrían de adonde sale el sol. A ese vuestro gran rey yo le soy en cargo y
le daré de lo que tuviere, porque, como dicho tengo otra vez, bien hace dos
años tengo noticias de capitanes que vinieron con navíos por donde vosotros
vinisteis, y decían que eran criados de ese vuestro gran rey. Querría saber si
sois todos uno”.
Cortés
le dijo que sí, que todos éramos hermanos y criados de nuestro emperador, y que
aquéllos, vinieron a ver el camino y mares y puertos, para saberlo muy bien y
venir nosotros, como venimos. Decíalo Montezuma por lo de Francisco Hernández
de Córdoba y Grijalva, cuando vinimos a descubrir la primera vez; y dijo que
desde entonces tuvo pensamiento de haber alguno de aquellos hombres que venían,
para tener en sus reinos y ciudades para honrarlos, y que pues sus dioses les
habían cumplido sus buenos deseos, y ya estábamos en su casa, las cuales se
pueden llamar nuestras, que holgásemos y tuviésemos descanso, que allí seríamos
servidos. Que si algunas veces nos enviaba a decir que no entrásemos en su
ciudad, que no era de su voluntad, sino porque sus vasallos tenían temor, que
les decían que echábamos rayos y relámpagos, y con los caballos matábamos
muchos indios, y que éramos teúles bravos y otras cosas de niñería.
CAPÍTULO XCI. DE LA MANERA Y PERSONA DEL
GRAN MONTEZUMA Y DE CUÁN GRANDE SEÑOR ERA
Era
el gran Montezuma de edad hasta de cuarenta años, e buena estatura y bien
proporcionado, cenceño y de pocas carnes, y el color no muy moreno, sino propio
color y matiz de indio. Traía los cabellos no muy largos, sino cuanto le
cubrían las orejas, y pocas barbas, prietas, bien puestas y ralas. El rostro
algo largo y alegre, los ojos de buena manera, y mostraba en su persona, en el
mirar, por un cabo amor, y cuando era menester, gravedad. Era muy pulido y
limpio, bañábase cada día una vez a la tarde. Tenía muchas mujeres por amigas,
hijas de señores, aunque tenía dos grandes cacicas por sus legítimas mujeres,
que cuando usaba con ellas era tan secretamente, que no lo alcanzaban a saber
sino algunos de los que le servían. Era muy limpio de sodomías.
Las
mantas y ropas que se ponía un día no se las ponía sino de tres o cuatro días.
Tenía sobre doscientos principales de su guarda en otras salas junto a la suya,
y esto no para que hablasen todos con él, sino cuál y cuál, y cuando le iban a
hablar se habían de quitar las mantas ricas y ponerse otras de poca valía, más
habían de ser limpias, y habían de entrar descalzos y los ojos bajos puestos en
tierra, y no mirarle a la cara, y con tres reverencias que le hacían, le decían
en ellas: “Señor, mi señor, mi gran señor”, primero que a él llegasen. Desde
que le daban relación a lo que iban, sin pocas palabras les despachaba. No le
volvía las espaldas al despedirse de él, sino la cara y ojos bajos en tierra,
hacia donde estaba, y no vueltas las espaldas hasta que salían de la sala.
Otra
cosa que vi, que cuando otros grandes señores venían de lejanas tierras a
pleitos o negocios, cuando llegaban a los aposentos del gran Montezuma, habían
de venir descalzos y con pobres mantas, y no habían de entrar derecho en los
palacios, sino rodear un poco por un lado de la puerta del palacio, que entrar
de rota batida teníanlo por desacato. En el comer, le tenían sus cocineros
sobre treinta manera de guisados, hechos a su manera y usanza, y teníanlo
puestos en braseros de barro chicos debajo, porque no se enfriasen, y que
aquello que el gran Montezuma había de comer guisaban más de trescientos
platos, sin más de mil para la gente de su guarda. Oí decir que le solían guisar
carnes de muchachos de poca edad, y como tenía tantas diversidades de guisados
y de tantas cosas, no lo echábamos de ver si era carne humana o de otras cosas,
porque cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes,
perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la
tierra, pajaritos de caña, palomas, liebres y conejos, y muchas maneras de aves
y cosas que se crían en estas tierras, que son tantas que nos las acabaré de
nombrar tan presto.
Dejemos
de hablar de esto y volvamos a la manera que tenía en su servicio al tiempo de
comer. Es de esta manera: que, si hacía frío, teníanle hecha mucha lumbre de
ascuas de una leña de cortezas de árboles, que no hacían humo, y el olor de las
cortezas de que hacían aquellas ascuas muy oloroso, y porque no le diesen más
calor de lo que él quería, ponían delante una como tabla labrada con oro y
otras figuras de ídolos, y él sentado en un asentadero bajo, rico y blando, y
la mesa también baja, hecha de la misma manera de los asentaderos. Allí le
ponían sus manteles de mantas blancas y unos pañizuelos algo largos de lo
mismo, y cuatro mujeres muy hermosas y limpias le daban aguamanos en unos como
a manera de aguamaniles hondos, que llaman xicales; ponían debajo, para recoger
el agua, otras a manera de platos, y le daban sus toallas, y otras dos mujeres
les traían el pan de tortillas.
Ya
que comenzaba a comer, echábanle delante una como puerta de madera muy pintada
de oro, porque no le viesen comer, y estaban apartadas las cuatro mujeres; y
allí se le ponían a sus lados cuatro grandes señores viejos en pie, con quien
Montezuma de cuando en cuando platicaba y preguntaba cosas; y que mucho favor
daba a cada uno de estos viejos un plato de lo que a él más le sabía. Servíase
con barro de Cholula, uno colorado y otro prieto. Mientras que comía ni por
pensamiento habían de hacer alboroto ni hablar alto los de su guarda, que
estaban en las salas, cerca de la de Montezuma. Traíanle fruta de todas cuantas
había en la tierra, mas no comía sino muy poca. De cuando en cuando traían unas
como a manera de copas de oro fino con cierta bebida hecha del mismo cacao.
Decían que era para tener acceso con mujeres, y entonces no mirábamos en ello;
mas lo que yo vi es que traían sobre cincuenta jarros grandes, hechos de buen
cacao, con su espuma, y de aquello bebía, y las mujeres le servían al beber con
gran acato.
Algunas
veces, al tiempo de comer, estaban unos indios corcovados, muy feos, porque
eran chicos de cuerpo y quebrados por medio los cuerpos, que entre ellos eran
chocarreros, y otros indios que debían ser truanes, que le decían gracias, y
otros que le cantaban y bailaban, porque Montezuma era aficionado a placeres y
cantares. A aquéllos mandaba dar los relieves y jarros del cacao. Las mismas
cuatro mujeres alzaban los manteles y le tornaban a dar aguamanos, con mucho
acato que le hacían; y hablaba Montezuma a aquellos cuatro principales en cosas
que le convenían, y se despedían de él con gran reverencia que le tenían, y él
se quedaba reposando. Cuando el gran Montezuma había comido, luego comían todos
los de su guarda y otros muchos de sus serviciales de casa, y me parece que
sacaban sobre mil platos de aquellos manjares que dicho tengo. También le ponía
en la mesa tres cañutos muy pintados y dorados, y dentro tenían liquidámbar
revuelto con unas yerbas que se dice tabaco.
Cuando
acababa de comer, después que le habían bailado y cantado y alzado la mesa,
tomaba el humo de uno de aquellos cañutos, y muy poco, y con ello se dormía.
Acuérdome que eran en aquel tiempo su mayordomo mayor un gran cacique, que le
pusimos por nombre Tapia, y tenía cuanta de todas las rentas que le traían a
Montezuma con sus libros, hechos de su papel, que se dicen amal, y tenía destos
libros una gran casa de ellos. Dejemos de hablar de los libros y cuentas pues
va fuera de nuestra relación, y digamos cómo tenía Montezuma dos casas llenas
de todo género de armas, y muchas de ellas ricas, con oro y pedrería, donde
había rodelas grandes y chicas, y unas como macanas, y otras a manera de
espadas de a dos manos, engastadas en ellas unas navajas de pedernal, que
cortan mucho mejor que nuestras espadas, y otras lanzas más largas que no la
nuestras, con una braza de cuchilla, engastadas en ella muchas navajas, que
aunque den con ellas en un broquel o rodela no saltan, y cortan, en fin, como
navajas, que se rapan con ellas las cabezas.
Dejemos
esto y vamos a la casa de aves, y por fuerza me he de detener en contar cada
género de qué calidad era, desde águilas reales y otras águilas más chicas y
otras muchas maneras de aves de grandes cuerpos hasta pajaritos muy chicos,
pintados de diversos colores, y también donde hacen aquellos ricos plumajes que
labran de plumas verdes. Las aves de estas plumas tienen el cuerpo a manera de
las picazas que hay en nuestra España; llámanse en esta tierra quetzales. Otros
pájaros que tienen la pluma de cinco colores, que es verde, colorado, blanco,
amarillo y azul; éstos no sé cómo se llaman. Pues papagayos de otros
diferenciados colores tenían tantos que no se me acuerdan los nombres.
Dejemos
esto y vayamos a otra gran casa donde tenían muchos ídolos y decían que eran
sus dioses bravos, y con ellos todo género de alimañas, de tigres y leones de
dos maneras, unos que son de hechura de lobos, que en esta tierra se llaman
adives, y zorros, y otras alimañas chicas, y todas estas carnicerías se
mantenían con carne. Las más de ellas criaban en aquella casa, y les daban de
comer venados, gallinas, perrillos y otras cosas que cazaban, y aun oí decir
que cuerpos de indios de los que sacrificaban. Pues también tenían en aquella
maldita casa muchas víboras y culebras emponzoñadas que traen en la cola uno
que suena como cascabeles. Éstas son las peores víboras de todas, y tenían las
en unas tinajas y en cántaros grandes, y en ellos mucha pluma, y allí ponían
sus huevos y criaban sus viboreznos. Les daban a comer de los cuerpos de los
indios que sacrificaban y otras carnes de perros de los que ellos solían criar;
y aun tuvimos por cierto que cuando nos echaron de Méjico y nos mataron sobre
ochocientos cincuenta de nuestros soldados, que de las muertes mantuvieron
muchos días aquellas fieras alimañas y culebras, según diré en su tiempo y
sazón; y estas culebras y alimañas tenían ofrecidas a aquellos sus ídolos
bravos para que estuviesen en su compañía.
Pasemos
adelante y digamos de los grande oficiales que tenían de cada oficio que entre
ellos se usaban. Comencemos por lapidarios y plateros de oro y plata y todo
vaciadizo, que en nuestra España los grandes plateros tienen que mirar en ello,
y de éstos tenía tantos y tan primos en un pueblo que se dice Escapuzalco, una
legua de Méjico. Pues labrar piedras finas y chalchihuís, que son como
esmeraldas, otros muchos grandes maestros.
Vamos
adelante a los grandes oficiales de labrar y asentar de pluma y pintores y
entalladores muy sublimados, que por lo que ahora hemos visto la obra que
hacen, tendremos consideración en lo que entonces labraban. Que tres indios hay
ahora en la ciudad de Méjico tan primísimos en su oficio de entalladores y
pintores, que se dicen Marcos de Aquino, Juan de la Cruz y el Crespillo, que si
fueran en el tiempo de aquel antiguo y afamado Apeles, o de Miguel Ángel, o
Berruguete, que son de nuestro tiempo, también les pusieran en el número de
ellos.
Pasemos
adelante y vamos a las indias tejedores o labranderas, que le hacían tanta
multitud de ropa fina con muy grandes labores de pluma. De donde más
cotidianamente le traían era de unos pueblos y provincia que está en la costa
del norte, que se decían Cotastán, muy cerca de San Juan de Ulúa. En su casa
del mismo gran Montezuma todas las hijas de señores que él tenía por amigas
siempre tejían cosas muy primas, y otras muchas hijas de vecinos mejicanos, que
estaban como a manera de recogimiento, que querían parecer monjas, también
tejían, y todo de pluma. Estas monjas tenían sus casas cerca del gran cu del
Huichilobos, y por devoción suya o de otro ídolo de mujer, que decían que era
su abogada para casamientos, las metían sus padres en aquella religión hasta que
se casaban, y de allí las sacaban para casarlas.
Pasemos
adelante y digamos de la gran cantidad que tenía el gran Montezuma de
bailadores y danzadores, y otros que traen un palo con los pies, y de otros que
parecen como matachines, y éstos eran para darle placer. Digo que tenía un
barrio de éstos, que no entendían en otra cosa.
Pasemos
adelante y digamos de los oficiales que tenía de canteros, albañiles y
carpinteros, que todos entendían en las obras de sus casas; también digo que
tenía tantas cuantas quería. No olvidemos las huertas de flores y árboles
olorosos, y de los muchos géneros que de ellos tenía, y el concierto y
paseaderos de ellas, y de sus albercas y estanques de agua dulce, cómo viene el
agua por un cabo y va por otro, y de los baños que dentro tenían, y de la
diversidad de pajaritos chicos que en los árboles criaban, y de qué hierbas
medicinales y de provecho que en ellas tenía era cosa de ver; y para todo esto
muchos hortelanos, y todo labrado de cantería y muy encalado, así baños como
paseaderos, y otros retretes, y apartamentos como cenaderos, y también adonde
bailaban y cantaban.
CAPÍTULO XCII. CÓMO NUESTRO CAPITÁN SALIÓ
A VER LA CIUDAD DE MÉXICO, Y EL TATELULCO, QUE ES LA PLAZA MAYOR, Y EL GRAN CU
DE SU HUICHILOBOS, Y LO QUE MÁS PASÓ
Como
hacía ya cuatro días que estábamos en Méjico y no salía el capitán ni ninguno
de nosotros de los aposentos, excepto a las casas y huertas, nos dijo Cortés
que sería bien ir a la plaza mayor y ver el gran adoratorio de su Huichilobos,
y que quería enviarlo a decir al gran Montezuma que lo tuviese por bien. Y
Montezuma, como lo supo, envió a decir que fuésemos mucho en buena hora, y por
otra parte temió no le fuésemos a hacer algún deshonor a sus ídolos, y acordó
ir él en persona con muchos de sus principales. En sus ricas andas salió de sus
palacios hasta la mitad del camino. Junto a unos adoratorios se apeó de las
andas porque tenía por gran deshonor de sus ídolos ir hasta su casa y
adoratorio de aquella manera, y llevábanle del brazo grandes principales. Iban
delante de él señores de vasallos, y llevaban delante dos bastones como cetros,
alzados en alto, que era señal que iba allí el gran Montezuma; y cuando iba en
las andas llevaba una varita medio de oro y medio de palo, levantada, como vara
de justicia. Así se fue y subió en su gran cu, acompañado de muchos papas, y
comenzó a sahumar y hacer otras ceremonias al Huichilobos.
Dejemos
a Montezuma, que ya había ido adelante, y volvamos a Cortés y a nuestros
capitanes y soldados, que como siempre teníamos por costumbre de noche y de día
estar armados, y así nos veía estar Montezuma cuando le íbamos a ver, no lo
tenía por cosa nueva. Digo esto porque a caballo nuestro capitán con todos los
demás que tenían caballos, y la mayor parte de nuestros soldados muy apercibidos,
fuimos al Tatelulco, e iban muchos caciques que Montezuma envió para que nos
acompañasen. Cuando llegamos a la gran plaza, como no habíamos visto tal cosa,
quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en él había y del
gran concierto y regimiento que en todo tenían. Los principales que iban con
nosotros nos lo iban mostrando.
Cada
género de mercaderías estaban por sí, y tenían situados y señalados sus
asientos. Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras ricas, plumas y
mantas y cosas labradas, y otras mercaderías de indios esclavos y esclavas.
Traían tantos de ellos a vender a aquella plaza como traen los portugueses los
negros de Guinea, y traíanlos atados en unas varas largas con colleras a los
pescuezos, porque no se les huyesen, y otros dejaban sueltos. Luego estaba
otros mercaderes que vendían ropa más basta y algodón y cosas de hilo torcido,
y cacahuateros que vendían cacao, y de esta manera estaban cuantos géneros de
mercaderías hay en toda la Nueva España, puesto por su concierto, de la manera
que hay en mi tierra, que es Medina del Campo, donde se hacen las ferias, que
en cada calle están sus mercaderías por sí. Así estaban en esta gran plaza, y
los que vendían mantas de henequén y sogas y cotaras, que son los zapatos que
calzan y hacen del mismo árbol, y raíces muy dulces cocidas, y otras
reposterías, que sacan del mismo árbol, todo estaba en una parte de la plaza; y
cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de adives y venados y de otras
alimañas y tejones y gatos monteses, de ellos adobados y otros sin adobar,
estaban en otra parte, y otros géneros de cosas y mercaderías.
Pasemos
adelante y digamos de los que vendían frijoles y chía y otras legumbres y
hierbas a otra parte. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada,
conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas de este arte, a
su parte de la plaza. Digamos de las fruteras, de las que vendían cosas
cocidas, mazamorreras y malcacinado, también a su parte, pues todo género de
loza, hecha de mil maneras, desde tinajas grandes y jarrillos chicos, que
estaban por sí aparte; y también los que vendían miel y melcochas y otras
golosinas que hacían como nuégados. Pues los que vendían madera, tablas, cunas,
vigas, tajos y bancos, y todo por sí. Vamos a los que vendían leña ocote, y
otras cosas de esta manera. ¿Qué quieren más que diga que, hablando con acato,
también vendían muchas canoas llenas de yenda de hombres, que tenían en los
esteros cerca de la plaza? Y esto era para hacer sal o para curtir cuerpos, que
sin ella dicen que no se hacía buena.
¿Para
qué gasto yo tantas palabras de lo que vendían en aquella gran plaza? Porque es
para no acabar tan presto de contar por menudo todas las cosas, sino que papel,
que en esta tierra llaman amal, y unos cañutos de olores con liquidámbar,
llenos de tabaco, y otros ungüentos amarillos y cosas de este arte, vendían
mucha grana debajo de los portales que estaban en aquella plaza. Había muchos
herbolarios y mercaderías de otra manera. Y tenían allí sus casas, adonde
juzgaban tres jueces y otros como alguaciles ejecutores que miraban las
mercaderías. Se me había olvidado la sal y los que hacían navajas de pedernal,
y de cómo las sacaban de la misma piedra.
Así
dejamos la gran plaza sin más la ver y llegamos a los grandes patios y cercas
donde estaba el gran cu. Tenía antes de llegar a él u gran circuito de patios,
que me parece que era más que la plaza que hay en Salamanca, y con dos cercas
alrededor de calicanto, y el mismo patio y sitio todo empedrado de piedras
grandes de lozas blancas y muy lisas, y adonde no había de aquellas piedras
estaba encalado y bruñido, y todo muy limpio, que no hallaron una paja ni polvo
en todo él. Cuando llegamos cerca del gran cu, antes que subiésemos ninguna
grada de él, envió el gran Montezuma desde arriba, donde estaba haciendo
sacrificios, seis papas y dos principales para que acompañasen a nuestro
capitán general. Como subimos a lo alto del gran cu, en una placeta que arriba
se hacía, adonde tenían un espacio como andamios, y en ellos puestas unas
grandes piedras, adonde ponían los tristes indios para sacrificar, allí había
un gran bulto de como dragón, y otras malas figuras, y mucha sangre derramada
de aquel día.
Así
como llegamos, salió Montezuma de un adoratorio, adonde estaban sus malditos
ídolos, que era en lo alto del gran cu, y vinieron con él dos papas, y con
mucho acato que hicieron a Cortés y a todos nosotros, le dijo: “Cansado
estaréis, señor Malinche, de subir a este nuestro gran templo”. Cortés le dijo
con nuestras lenguas, que iban con nosotros, que él ni nosotros no nos
cansábamos en cosa ninguna. Luego Montezuma le tomó por la mano y le dijo que
mirase su gran ciudad y todas las demás ciudades que había dentro en el agua, y
otros muchos pueblos alrededor de la misma laguna en tierra, y que si no había
visto muy bien su gran plaza, que desde allí la podría ver mucho mejor. Así lo
estuvimos mirando, porque desde aquel grande y maldito templo estaba tan alto
que todo lo señoreaba muy bien; y allí vimos las tres calzadas que entran en
Méjico, que es la de Istapalapa, que fue por la que entramos cuatro días hacía,
y la de Tacuba, que fue por donde después salimos huyendo la noche de nuestro
gran desbarate, cuando Cuedlavaca, nuevo señor, nos echó de la ciudad, y la de
Tepeaquilla.
Y
veíamos el agua dulce que venía de Chapultepec, de que se proveía la ciudad, y
en aquellas tres calzadas, las puentes que tenían hechas de trecho en trecho,
por donde entraba y salía el agua de la laguna de una parte a otra; y veíamos
en aquella gran laguna tanta multitud de canoas, unas que venían con
bastimentos y otras que volvían con carga y mercaderías; y veíamos que cada
casa de aquella gran ciudad, y de todas las demás ciudades que estaban pobladas
en el agua, de casa a casa no se pasaba sino por unas puentes levadizas que
tenían hechas de madera, o de canoas; y veíamos en aquellas ciudades cúes y
adoratorios a manera de torres y fortalezas, y todas blanqueando, que era cosa
de admiración, y las casas de azoteas, y ellas calzadas otras torrecillas y
adoratorios que eran como fortalezas.
Después
de bien mirado y considerado todo lo que habíamos visto, tornamos a ver la gran
plaza y la multitud de gente que en ella había, unos comprando y otros
vendiendo, que solamente el rumor y zumbido de las voces y palabras que allí
sonaba más que de una legua. Entre nosotros hubo soldados que habían estado en
muchas partes del mundo, en Constantinopla y en toda Italia y Roma, y dijeron
que plaza tan bien comparada y con tanto concierto y tamaña y llena de tanta
gente no ha habían visto. Luego nuestro Cortés dijo a Montezuma, con doña
Marina, la lengua: “Muy gran señor es vuestra merced, y de mucho más es
merecedor. Hemos holgado de ver vuestras ciudades. Lo que os pido por merced es
que, pues estamos aquí, en este vuestro templo, que nos mostréis vuestros
dioses y teúles”. Montezuma dijo que primero hablaría con sus grandes papas.
Y
luego que con ellos hubo hablado dijo que entrásemos en una torrecilla y
apartamiento a manera de sala, donde estaban dos como altares, con muy ricas
tablazones encima del techo. En cada altar estaban dos bultos, como de gigante,
de muy altos cuerpos y muy gordos, y el primero, que estaba a mano derecha,
decían que era el de Huichilobos, su dios de la guerra. Tenía la cara y rostro
muy ancho y los ojos disformes y espantables. En todo el cuerpo tanta de la
pedrería, oro, perlas y aljófar pegado con engrudo, que hacen en esta tierra de
unas como raíces, que todo el cuerpo y cabeza estaba lleno de ello, y ceñido al
cuerpo unas a manera de grandes culebras hechas de oro y pedrería, y en una
mano tenía un arco y en otra unas flechas. Otro ídolo pequeño que allí junto a
él estaba. Que decían que era su paje, le tenía una lanza no larga y una rodela
muy rica de oro y pedrería. Tenía puestos al cuello el Huichilobos unas caras
de indio y otros como corazones de los mismos indios, y éstos de oro y algunos
de plata, con muchas pedrerías azules.
Estaban
allí unos braseros con incienso, que es su copal, y con tres corazones de
indios que aquel día habían sacrificado y se quemaban, y con el humo y copal le
habían hecho aquel sacrificio. Y estaban todas las paredes de aquel adoratorio
tan babadas y negras de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía
muy malamente. Luego vimos a otra parte, de la mano izquierda, estas el otro
gran bulto, delator del Huichilobos, y tenía un rostro como de oso, y unos ojos
que le relumbraban, hechos de sus espejos, que se dice tezcat, y el cuerpo con
ricas piedras pegadas, según y de la manera del otro su Huichilobos, porque,
según decían, entrambos eran hermanos. Este Tezcatepuca era el dios de los
infiernos, y tenía cargo de las ánimas de los mejicanos, y tenía ceñido el
cuerpo con unas figuras como diablillos chicos, y las colas de ellos como
sierpes, y tenía en las paredes tantas costras de sangre y el suelo todo bañado
de ello, que en los mataderos de Castilla no había tanto hedor. En lo más alto
de todo el cu estaba otra concavidad muy ricamente labrada de madera de ella, y
estaba otro bulto como de medio hombre y medio lagarto, todo lleno de piedras
ricas y la mitad de él enmantado. Este decían que el cuerpo de él estaba lleno
de todas las semillas que había en toda la tierra, y decían que era el dios de
las sementeras y frutas; no se me acuerda el nombre.
Dejemos
esto y digamos de los grandes y suntuosos patios que estaban delante del
Huichilobos, donde está ahora señor Santiago, que se dice el Tatelulco. Ya he
dicho que tenían dos cercas de calicanto antes de entrar dentro, y que era
empedrado de piedras blancas como losas, y muy encalado y bruñido y limpio, y
sería de tanto compás y tan ancho como la plaza de Salamanca. Un poco apartado
del gran cu estaba otra torrecilla, que también era casa de ídolos o puro
infierno, porque tenía la boca de la una puerta una muy espantable boca de las
que pintan que - 103 - dicen que están en los infiernos. Asimismo estaban unos
bultos de diablos y cuerpos de sierpes junto a la puerta, y tenía un poco
apartado un sacrificadero, y todo ello muy ensangrentado y negro de humo y
costras de sangre, y tenían muchas ollas grandes y cántaros y tinajas dentro en
la casa, llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carnes de los tristes
indios que sacrificaban y que comían los papas.
Pasemos
adelante del patio, y vamos a otro cu, donde había enterramientos de grandes
señores mejicanos, que también tenía otros muchos ídolos, y todo lleno de
sangre y humo, y tenía otras puertas y figuras de infierno. Luego junto de
aquel cu estaba otro lleno de calaveras y zancarrones, puestos con gran
concierto, que se podían ver, mas no se podrían contar. En cada casa o cu y
adoratorio que he dicho estaban papas con sus vestiduras largas de mantas
prietas y las capillas como de dominicos, que también tiraban un poco a las de
los canónigos, y el cabello muy largo, que no se puede desparcir ni desenredar,
y todos los más sacrificadas las orejas, y en los mismos cabellos mucha sangre.
No
quiero detenerme más en contar de ídolos, sino solamente diré que alrededor de
aquel gran patio había muchas casas y no altas, que era donde posaban y
residían los papas y otros indios que tenían cargo de los ídolos. También
tenían otra muy mayor albarca o estanque de agua, y muy limpia, a una parte del
gran cu. Era dedicada solamente para el servicio del Huichilobos y Tezcatepuca,
y entraba el agua en aquella alberca por caños encubiertos que venían de
Chapultepec. Allí cerca estaban otros grandes aposentos a manera de monasterio,
donde estaban recogidas muchas hijas de vecinos mejicanos, como monjas, hasta
que se casaban; y allí estaban dos bultos de ídolos de mujeres, que eran
abogadas de los casamientos de las mujeres, y a aquéllas sacrificaban. Una cosa
de reír es que tenían en cada provincia sus ídolos, y los de una provincia o
ciudad no aprovechaban a los otros, y así tenían infinitos.
2.
ANÁLISIS
Bernal Díaz del Castillo (Medina del
Campo, Valladolid, 1482 – Antigua ciudad de Guatemala, Guatemala, 1584) es uno
de los cronistas de Indias más importantes del Renacimiento español. Soldado de
a pie, participó en muchas expediciones a Tierra Firme, fletadas desde Cuba por
el ambicioso gobernador Diego Velázquez. Por supuesto, participó como soldado
en la conquista de México, acción principal de su vida. Luego de vivir en
varias ciudades, se estableció en Guatemala, donde murió siendo regidor de la
ciudad. No estamos, por tanto, ante un mando militar que escribe la obligatoria
relación de sus acciones descubridoras o conquistadoras. Él mismo transmite en
el prólogo de su Historia verdadera de la
conquista de Nueva España (manuscrito original finalizado en 1568) algunos
datos biográficos muy pertinentes para conocer su personalidad y la naturaleza
de su escritura. Y aclara muy bien el móvil de su escritura: fijar la verdad de
los hechos, reivindicar el papel de los soldados rasos, sufridos y valientes,
en la hazaña conquistadora; son, por tanto, merecedores de “mercedes” o premios
económicos por parte de la Corona de Castilla. Más adelante volveremos sobre
ello.
1)
La difusa etiqueta de “crónica de Indias”: entre la historia, la probanza y la
etnografía
El descubrimiento y colonización de
América fue un hecho único en la historia: un país, España, se enfrentaba a una
realidad geográfica y humana absolutamente desconocida y totalmente inabarcable
en su magnitud física y humana, tanto en los aspectos naturales como morales,
según la terminología de entonces. Escribir sobre ello, pues, era difícil, casi
imposible al principio. Sin embargo, muchos sintieron la llamada de la pluma
para dejar constancia de lo raro, lo peregrino y lo fascinante que estaban
viendo y en las acciones que estaban protagonizando.
Los responsables militares, religiosos y
civiles tenían la obligación de escribir la evolución de sus viajes, progresos,
encuentros con pueblos indígenas, etc. Son las clásicas relaciones, muchas
constituidas en extraordinarios documentos literarios de gran belleza y
profundidad. Las Cartas de Relación
de Hernán Cortés son un ejemplo contundente. Otros partícipes, dotados de una
amplia perspectiva intelectual e histórica, escriben para dejar constancia de
una realidad nueva y asombrosa. Es el caso de Cieza de León, de Fernández de
Oviedo, etc. Aquí entran los historiadores profesionales, como López de Gómara,
autores de textos estilísticamente elaborados, bellos, coherentes, sólidos y,
sin embargo, alejados de la cercanía de quien vivió lo que escribe. Las
motivaciones religiosas movieron a muchos misioneros, como el admirable fray
Bernardino de Sahagún o el no menos cautivador José de Acosta, a elaborar
auténticos y monumentales tratados etnográficos de gran fuste. Muchos
participantes en las acciones de la conquista escribieron textos bien
circunscritos a sus circunstancias personales, para obtener un premio
económico: son “probanzas de méritos”; en el Archivo de Indias y de Simancas
existen cientos, sino miles, de ellas, muchas todavía no publicadas.
Las crónicas de Indias, en consecuencia,
son variadas en su forma, aunque comparten el fondo: presentar al lector
occidental una nueva realidad difícil de asimilar en la que todo es nuevo,
extraño y, de algún modo, cautivador y fascinante porque las nuevas tierras y
las nuevas civilizaciones muestran una originalidad asombrosa.
2) La escritura reivindicativa de Díaz del
Castillo: persiguiendo “mercedes” reales
Bernal Díaz escribe ya de mayor: desea
reivindicar su papel y el de otros soldados anónimos como él; sin ellos, viene
a decir, no habría habido conquista. Él mismo declara que tras leer la historia
de la conquista de México del humanista Francisco López de Gómara (a sueldo de
Cortés, asunto importante), de Gonzalo de Illescas (su Historia pontifical tuvo muchas reediciones en los siglos XVI y
SVII) y de Paulo Jovio, traducido al castellano por Antonio Juan Villafranca.
Bernal Díaz utiliza las obras de estos escritores como una pauta, pero los va
corrigiendo y enmendando allí donde él cree que es pertinente para ponderar las
intervenciones suyas o de sus compañeros de armas. Resalta su valentía,
fidelidad, profesionalidad, etc. Casi inevitable es rebajar la importancia de
Hernán Cortés en la conquista de México, quien ya se había encumbrado en sus Cartas de relación y Gómara había
ensalzado hasta las nubes.
3)
¿Texto historiográfico o texto novelesco? La paradoja de las crónicas de Indias
Bernal Díaz trata de escribir una
historia. Evidentemente, no posee la formación letrada necesaria para esa
empresa, propia de humanistas, que dominaban el latín y los resortes
historiográficos y creativos. A cambio, se ve obligado a insistir en que él fue
“testigo de vista” de lo que narra: lo que pierde en elegancia, lo gana en
veracidad. Él cree que es argumento suficiente para acreditar su texto como un
volumen histórico.
Existe otro problema: lo que cuenta es, en
muchas ocasiones, tan inverosímil, nuevo y extraño que los lectores tienen
muchos motivos para dudar de la veracidad de lo que se relata. Es entonces
cuando insiste en que él lo vio, participó y lo puede avalar con su testimonio.
Muchas veces, parecen hazañas de libros de caballerías o de novelas de
aventuras. Él mismo establece esta analogía en el extracto seleccionado. El
conjunto del relato “suena” a novela, en su época y en la nuestra, de ahí sus
frecuentes protestas de veracidad del contenido textual.
4)
Escritura “a las buenas llanas”: de debilidad compositiva a fortaleza
estructural
Bernal Díaz sabía que su estilo era
inferior a elegancia y pulcritud al de Gómara y los demás. Debió de ser un
torticero importante para nuestro cronista, pues él sabía que muchos lectores
pensaban que un estilo humilde desvalorizaba el contenido, lo hacía sospechoso.
De ahí que, en el propio prólogo admita que su educación no se eleva hasta la
de los famosos humanistas historiadores. En consecuencia, afirma que escribe “a
las buenas llanas”, es decir, con sencillez y llaneza, “sin aparato ni
artificio”, como se afirma en el DEL. Hoy,
su texto mantiene una ligereza y ritmo de lectura muy notable, agradable,
continua, gracias a la fluidez narrativa y a la carencia de farragosidad, mal
que aqueja a muchos textos del Renacimiento.
Este estilo familiar no quiere decir
pobre: Bernal posee un buen caudal léxico y acota mucho el significado de lo
que desea expresar. Es decir, habla con propiedad, y ello a pesar de que muchas
realidades indígenas se lo ponen difícil, pero lo solventa acudiendo a los
mexicanismos directamente y a las expresiones “al modo de”, “parecido a”, etc.
La sintaxis no presenta una elaboración alta, pero sí suficiente para que la
lectura sea amena y serena: las oraciones se enlazan con coherencia y cohesión.
En concreto, los nexos textuales son muy felices: “Dejemos..., sigamos...,
tornemos a..., vayamos a...”. Imprimen una familiaridad muy grata al lector.
El texto no está exento de delicadeza y
comedimiento cuanto toca realidades comprometidas: asuntos sexuales,
escatológicos, antropofágicos, etc. Por el contrario, cuando se trata de
aspectos religiosos, le sale un cierto aire intransigente: al fin y al cabo,
extirpar la idolatría y propagar el cristianismo era una de las justificaciones
principales de la conquista del Nuevo Mundo.
5)
El narrador de omnisciencia parcial, testigo y protagonista, elemento textual
clave
Bernal Díaz se asoma a las páginas de su
texto con mucha frecuencia. Fuera del prólogo, lo hace en primera persona del
plural, para ensalzar la participación de los soldados de a pie, como él mismo.
Ahí se deja ver con mucha frecuencia y nos transmite sus dificultades
compositivas debido a la grandeza de las acciones narradas, a la falta de
léxico para nombrar las nuevas realidades y al desbordamiento producido por la
contemplación, por primera vez para los ojos occidentales, de una realidad
natural y humana a todas luces inaudita, fascinante, pasmosa.
El hecho de que, sobre todo cuando
observa, cuenta en primera persona del singular: “vi, observé, sentí...”
proporciona una cercanía lectora increíble. Cuando el lector actual lee su
crónica, parece que acompaña a Bernal en sus evoluciones conquistadores, como
si mirara por sus ojos y oyera por sus oídos. En fin, se produce una rara
identificación entre la lectura y la escritura de un narrador próximo, con
quien se comparte algo más que el idioma.
6)
La autenticidad de un texto fresco y diáfano
La “Historia...” de Bernal Díaz no tiene
ni trampa ni cartón: escribe con pretensión de establecer su verdad (para él,
“la” verdad), en contra de la humanista, mejor escrita pero menos veraz. Así lo
declara en varias ocasiones a lo largo del texto. Se presenta como testigo de
vista, aunque ha de apoyarse muchas veces en el relato de los historiadores
humanistas para imprimir orden y coherencia a su texto. Sin embargo, nunca
pierde su contemplación: habla desde su yo de soldado, de escritor ocasional y
de encomendero no satisfecho del todo con su suerte posterior. El lector
percibe estas pulsiones desde el primer momento. Puede compartirlas o no, pero
son veraces, claras y honestas. Automáticamente convierte el acto de lectura en
una ponderación subliminal sobre las pretensiones de este viejo conquistador,
algo gruñón, orgulloso y descontentadizo con las mercedes recibidas y, sobre
todo, con la excesiva fama que se le concede a Cortés, en detrimento de sus
soldados.
7)
Hoy, ¿qué leemos en Bernal, un texto historiográfico o un texto novelesco?
Esta es la pregunta clave no fácil de
contestar. Al lector actual le pasa lo que al escritor del siglo XVI. Todo lo
que cuenta es tan raro e inverosímil que parece novela, pero no lo es en
verdad. El narrador escribe como en un papel de cristal, dejando ver el tejido
compositivo, y manipula la materia narrativa, según su leal entender, lo que lo
acerca a la novela. En fin, podemos concluir que no importa el grado de
veracidad histórica, sino el de coherencia textual. Así como hoy afirmamos que
leemos una novela histórica, con la “Historia...” de Bernal Díaz podemos decir
que leemos una novela de presente; en otras palabras, un texto testimonial que
quiere ser histórico.
8)
La rebelión del personaje colectivo
No todo lo que Bernal cuenta puede ser
verdad porque, como testigo no lo pudo ver en su totalidad. Sin embargo, él
estuvo allí como humilde personaje protagonizando hechos inauditos, que los
historiadores humanistas atribuyen al héroe moderno. Leyendo a Bernal, asistimos
a la rebelión del protagonista colectivo. Él, simple soldado raso, también
sufrió, se maravilló, pasó miedo y participó de las alegrías con sus
compañeros. Esta tensión entre el narrador omnisciente, en tercera persona,
tomado de Gómara y otros autores, verosímil, y el narrador testigo en primera
persona es, quizá, una de las grandes maravillas de este hermoso texto mitad
historiográfico, mitad novelesco. El soldado raso no quiere hundirse en el
anonimato, se reivindica, grita y gesticula para decirnos que él también estuvo
allí y puede avalar la veracidad de su relato. Estos quiebros del narrador
moderno nos llenan de perplejidad y nos señalan la increíble modernidad de la
“Historia...” de Bernal Díaz del Castillo.
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