![]() |
León (XI-2020) © SVM |
MARIANO JOSÉ DE LARRA: ARTÍCULOS
("La Nochebuena de 1836. Yo y mi diario. Delirios filosóficos")
El
número 24 me es fatal: si tuviera que probarlo diría que en día 24 nací. Doce
veces al año amanece sin embargo un día 24; soy supersticioso, porque el
corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra
verdades que creer; sin duda por esa razón creen los amantes, los casados y los
pueblos a sus ídolos, a sus consortes y a sus Gobiernos, y una de mis
supersticiones consiste en creer que no puede haber para mí un día 24 bueno. El
día 23 es siempre en mi calendario víspera de desgracia, y a imitación de aquel
jefe de policía ruso que mandaba tener prontas las bombas las vísperas de
incendios, así yo desde el 23 me prevengo para el siguiente día de sufrimiento
y resignación, y, en dando las doce, ni tomo vaso en mi mano por no romperle,
ni apunto carta por no perderla, ni enamoro a mujer porque no me diga que sí,
pues en punto a amores tengo otra superstición: imagino que la mayor desgracia
que a un hombre le puede suceder es que una mujer le diga que le quiere. Si no
la cree es un tormento, y si la cree... ¡Bienaventurado aquel a quien la mujer
dice «no quiero», porque ése a lo menos oye la verdad!
El
último día 23 del año 1836 acababa de expirar en la muestra de mi péndola, y
consecuente en mis principios supersticiosos, ya estaba yo agachado esperando
el aguacero y sin poder conciliar el sueño. Así pasé las horas de la noche, más
largas para el triste desvelado que una guerra civil; hasta que por fin la
mañana vino con paso de intervención, es decir, lentísimamente, a teñir de
púrpura y rosa las cortinas de mi estancia.
El
día anterior había sido hermoso, y no sé por qué me daba el corazón que el día
24 había de ser «día de agua». Fue peor todavía: amaneció nevando. Miré el
termómetro y marcaba muchos grados bajo cero; como el crédito del Estado.
Resuelto
a no moverme porque tuviera que hacerlo todo la suerte este mes, incliné la
frente, cargada como el cielo de nubes frías, apoyé los codos en mi mesa y paré
tal que cualquiera me hubiera reconocido por escritor público en tiempo de libertad
de imprenta, o me hubiera tenido por miliciano nacional citado para un
ejercicio. Ora vagaba mi vista sobre la multitud de artículos y folletos que
yacen empezados y no acabados ha más de seis meses sobre mi mesa, y de que sólo
existen los títulos, como esos nichos preparados en los cementerios que no
aguardan más que el cadáver; comparación exacta, porque en cada artículo
entierro una esperanza o una ilusión. Ora volvía los ojos a los cristales de mi
balcón; veíalos empañados y como llorosos por dentro; los vapores condensados
se deslizaban a manera de lágrimas a lo largo del diáfano cristal; así se
empaña la vida, pensaba; así el frío exterior del mundo condensa las penas en
el interior del hombre, así caen gota a gota las lágrimas sobre el corazón. Los
que ven de fuera los cristales los ven tersos y brillantes; los que ven sólo
los rostros los ven alegres y serenos...
Haré
merced a mis lectores de las más de mis meditaciones; no hay periódicos
bastantes en Madrid, acaso no hay lectores bastantes tampoco. ¡Dichoso el que
tiene oficina! ¡Dichoso el empleado aun sin sueldo o sin cobrarlo, que es lo
mismo! Al menos no está obligado a pensar, puede fumar, puede leer la Gaceta.
–¡Las
cuatro! ¡La comida! –me dijo una voz de criado, una voz de entonación servil y
sumisa; en el hombre que sirve hasta la voz parece pedir permiso para sonar.
Esta
palabra me sacó de mi estupor, e involuntariamente iba a exclamar como don
Quijote: «Come, Sancho hijo, come, tú que no eres caballero andante y que
naciste para comer»; porque al fin los filósofos, es decir, los desgraciados,
podemos no comer, pero ¡los criados de los filósofos! Una idea más luminosa me
ocurrió: era día de Navidad. Me acordé de que en sus famosas saturnales los
romanos trocaban los papeles y que los esclavos podían decir la verdad a sus
amos. Costumbre humilde, digna del cristianismo. Miré a mi criado y dije para
mí: «Esta noche me dirás la verdad». Saqué de mi gaveta unas monedas; tenían el
busto de los monarcas de España: cualquiera diría que son retratos; sin
embargo, eran artículos de periódico. Las miré con orgullo:
–Come
y bebe de mis artículos –añadí con desprecio–; sólo en esa forma, sólo por
medio de esa estratagema se pueden meter los artículos en el cuerpo de ciertas
gentes.
Una
risa estúpida se dibujó en la fisonomía de aquel ser que los naturalistas han
tenido la bondad de llamar racional sólo porque lo han visto hombre. Mi criado
se rió. Era aquella risa el demonio de la gula que reconocía su campo.
Tercié
la capa, calé el sombrero y en la calle.
¿Qué
es un aniversario? Acaso un error de fecha. Si no se hubiera compartido el año
en trescientos sesenta y cinco días, ¿qué sería de nuestro aniversario? Pero al
pueblo le han dicho: «Hoy es un aniversario», y el pueblo ha respondido: «Pues
si es un aniversario, comamos, y comamos doble». ¿Por qué come hoy más que
ayer? O ayer pasó hambre u hoy pasará indigestión. Miserable humanidad,
destinada siempre a quedarse más acá o ir más allá.
Hace
mil ochocientos treinta y seis años nació el Redentor del mundo; nació el que
no reconoce principio y el que no reconoce fin; nació para morir. ¡Sublime
misterio!
¿Hay
misterio que celebrar? «Pues comamos», dice el hombre; no dice:
«Reflexionemos». El vientre es el encargado de cumplir con las grandes
solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas
del espíritu. ¡Argumento terrible en favor del alma!
Para
ir desde mi casa al teatro es preciso pasar por la plaza tan indispensablemente
como es preciso pasar por el dolor para ir desde la cuna al sepulcro. Montones
de comestibles acumulados, risa y algazara, compra y venta, sobras por todas
partes y alegría. No pudo menos de ocurrirme la idea de Bilbao: figuróseme ver
de pronto que se alzaba por entre las montañas de víveres una frente altísima y
extenuada; una mano seca y roída llevaba a una boca cárdena, y negra de morder
cartuchos, un manojo de laurel sangriento. Y aquella boca no hablaba. Pero el
rostro entero se dirigía a los bulliciosos liberales de Madrid, que traficaban.
Era horrible el contraste de la fisonomía escuálida y de los rostros alegres.
Era la reconvención y la culpa, aquélla agria y severa, ésta indiferente y
descarada.
Todos
aquellos víveres han sido aquí traídos de distintas provincias para la colación
cristiana de una capital. En una cena de ayuno se come una ciudad a las demás.
¡Las
cinco! Hora del teatro: el telón se levanta a la vista de un pueblo palpitante
y bullicioso. Dos comedias de circunstancias, o yo estoy loco. Una
representación en que los hombres son mujeres y las mujeres hombres. He aquí
nuestra época y nuestras costumbres. Los hombres ya no saben sino hablar como
las mujeres, en congresos y en corrillos. Y las mujeres son hombres, ellas son
las únicas que conquistan. Segunda comedia: un novio que no ve el logro de su
esperanza; ese novio es el pueblo español: no se casa con un solo Gobierno con
quien no tenga que reñir al día siguiente. Es el matrimonio repetido al
infinito.
Pero
las orgías llaman a los ciudadanos. Ciérranse las puertas, ábrense las cocinas.
Dos horas, tres horas, y yo rondo de calle en calle a merced de mis
pensamientos. La luz que ilumina los banquetes viene a herir mis ojos por las
rendijas de los balcones; el ruido de los panderos y de la bacanal que
estremece los pisos y las vidrieras se abre paso hasta mis sentidos y entra en
ellos como cuña a mano, rompiendo y desbaratando.
Las
doce van a dar: las campanas que ha dejado la junta de enajenación en el aire,
y que en estar en el aire se parecen a todas nuestras cosas, citan a los
cristianos al oficio divino. ¿Qué es esto? ¿Va a expirar el 24 y no me ha
ocurrido en él más contratiempo que mi mal humor de todos los días? Pero mi
criado me espera en mi casa como espera la cuba al catador, llena de vino; mis
artículos hechos moneda, mi moneda hecha mosto se ha apoderado del imbécil como
imaginé, y el asturiano ya no es hombre; es todo verdad.
Mi
criado tiene de mesa lo cuadrado y el estar en talla al alcance de la mano. Por
tanto es un mueble cómodo; su color es el que indica la ausencia completa de
aquello con que se piensa, es decir, que es bueno; las manos se confundirían
con los pies, si no fuera por los zapatos y porque anda casualmente sobre los
últimos; a imitación de la mayor parte de los hombres, tiene orejas que están a
uno y otro lado de la cabeza como los floreros en una consola, de adorno, o como los balcones figurados, por donde no
entra ni sale nada; también tiene dos ojos en la cara; él cree ver con ellos,
¡qué chasco se lleva! A pesar de esta pintura, todavía sería difícil reconocerle
entre la multitud, porque al fin no es sino un ejemplar de la grande edición
hecha por la Providencia de la humanidad, y que yo comparo de buena gana con
las que suelen hacer los autores: algunos ejemplares de regalo finos y bien
empastados; el surtido todo igual, ordinario y a la rústica.
Mi
criado pertenece al surtido. Pero la Providencia, que se vale para humillar a
los soberbios de los instrumentos más humildes, me reservaba en él mi mal rato
del día 24. La verdad me esperaba en él y era preciso oírla de sus labios
impuros. La verdad es como el agua filtrada, que no llega a los labios sino al
través del cieno. Me abrió mi criado, y no tardé en reconocer su estado.
–Aparta,
imbécil –exclamé empujando suavemente aquel cuerpo sin alma que en uno de sus columpios
se venía sobre mí–. ¡Oiga! Está ebrio. ¡Pobre muchacho! ¡Da lástima!
Me
entré de rondón a mi estancia; pero el cuerpo me siguió con un rumor sordo e
interrumpido; una vez dentro los dos, su aliento desigual y sus movimientos
violentos apagaron la luz; una bocanada de aire colada por la puerta al abrirme
cerró la de mi habitación, y quedamos dentro casi a oscuras yo y mi criado, es
decir, la verdad y Fígaro, aquélla en figura de hombre beodo arrimada a los
pies de mi cama para no vacilar y yo a su cabecera, buscando inútilmente un
fósforo que nos iluminase.
Dos
ojos brillaban como dos llamas fatídicas en frente de mí; no sé por qué
misterio mi criado encontró entonces, y de repente, voz y palabras, y habló y
raciocinó; misterios más raros se han visto acreditados; los fabulistas hacen
hablar a los animales, ¿por qué no he de hacer yo hablar a mi criado? Oradores
conozco yo de quienes hace algún tiempo no hubiera hecho una pintura más
favorable que de mi astur y que han roto sin embargo a hablar, y los oye el
mundo y los escucha, y nadie se admira.
En
fin, yo cuento un hecho; tal me ha pasado; yo no escribo para los que dudan de
mi veracidad; el que no quiera creerme puede doblar la hoja, eso se ahorrará
tal vez de fastidio; pero una voz salió de mi criado, y entre ella y la mía se
estableció el siguiente diálogo:
–Lástima
–dijo la voz, repitiendo mi piadosa exclamación–. ¿Y por qué me has de tener
lástima, escritor? Yo a ti, ya lo entiendo.
–¿Tú
a mí? –pregunté sobrecogido ya por un terror supersticioso; y es que la voz
empezaba a decir verdad.
–Escucha:
tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese
color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con
mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas
palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos
errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido
lecho como un criminal, acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco
sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién? No pareces criminal;
la justicia no te prende al menos; verdad es que la justicia no prende sino a
los pequeños criminales, a los que roban con ganzúas o a los que matan con
puñal; pero a los que arrebatan el sosiego de una familia seduciendo a la mujer
casada o a la hija honesta, a los que roban con los naipes en la mano, a los
que matan una existencia con una palabra dicha al oído, con una carta cerrada,
a esos ni los llama la sociedad criminales, ni la justicia los prende, porque
la víctima no arroja sangre, ni manifiesta herida, sino agoniza lentamente
consumida por el veneno de la pasión que su verdugo le ha propinado. ¡Qué de
tísicos han muerto asesinados por una infiel, por un ingrato, por un
calumniador! Los entierran; dicen que la cura no ha alcanzado y que los médicos
no la entendieron. Pero la puñalada hipócrita alcanzó e hirió el corazón. Tú
acaso eres de esos criminales y hay un acusador dentro de ti, y ese frac
elegante y esa media de seda, y ese chaleco de tisú de oro que yo te he visto
son tus armas maldecidas.
–Silencio,
hombre borracho.
–No;
has de oír al vino una vez que habla. Acaso ese oro que a fuer de elegante has
ganado en tu sarao y que vuelcas con indiferencia sobre tu tocador es el precio
del honor de una familia. Acaso ese billete que desdoblas es un anónimo
embustero que va a separar de ti para siempre la mujer que adorabas; acaso es
una prueba de la ingratitud de ella o de su perfidia. Más de uno te he visto
morder y despedazar con tus uñas y tus dientes en los momentos en que el buen
tono cede el paso a la pasión y a la sociedad.
»Tú
buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en
él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro. Yo nada busco, y el
desengaño no me espera a la vuelta de la esperanza. Tú eres literato y
escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente
por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos!
Preciado de gracioso, harías reír a costa de un amigo, si amigos hubiera, y no
quieres tener remordimiento. Hombre de partido, haces la guerra a otro partido;
a cada vencimiento es una humillación, o compras la victoria demasiado cara
para gozar de ella. Ofendes y no quieres tener enemigos. ¿A mí quién me calumnia?
¿Quién me conoce? Tú me pagas un salario bastante a cubrir mis necesidades; a
ti te paga el mundo como paga a los demás que le sirven. Te llamas liberal y
despreocupado, y el día que te apoderes del látigo azotarás como te han
azotado. Los hombres de mundo os llamáis hombres de honor y de carácter, y a
cada suceso nuevo cambiáis de opinión, apostatáis de vuestros principios.
Despedazado siempre por la sed de gloria, inconsecuencia rara, despreciarás
acaso a aquellos para quienes escribes y reclamas con el incensario en la mano
su adulación; adulas a tus lectores para ser de ellos adulado; y eres también
despedazado por el temor, y no sabes si mañana irás a coger tus laureles a las
Baleares o a un calabozo.
–¡Basta,
basta!
–Concluyo;
yo en fin no tengo necesidades; tú, a pesar de tus riquezas, acaso tendrás que
someterte mañana a un usurero para un capricho innecesario, porque vosotros
tragáis oro, o para un banquete de vanidad en que cada bocado es un tósigo. Tú
lees día y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no
encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento
turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. Cuando yo
necesito de mujeres echo mano de mi salario y las encuentro, fieles por más de
un cuarto de hora; tú echas mano de tu corazón, y vas y lo arrojas a los pies
de la primera que pasa, y no quieres que lo pise y lo lastime, y le entregas
ese depósito sin conocerla. Confías tu tesoro a cualquiera por su linda cara, y
crees porque quieres; y si mañana tu tesoro desaparece, llamas ladrón al
depositario, debiendo llamarte imprudente y necio a ti mismo.
–Por
piedad, déjame, voz del infierno.
–Concluyo:
inventas palabras y haces de ellas sentimientos, ciencias, artes, objetos de existencia.
¡Política, gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que
son palabras, blasfemas y maldices. En tanto el pobre asturiano come, bebe y
duerme, y nadie le engaña, y, si no es feliz, no es desgraciado, no es al menos
hombre de mundo, ni ambicioso ni elegante, ni literato ni enamorado. Ten
lástima ahora del pobre asturiano. Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo.
Tenme lástima, literato. Yo estoy ebrio de vino, es verdad; pero tú lo estás de
deseos y de impotencia...!
Un
ronco sonido terminó el diálogo; el cuerpo, cansado del esfuerzo, había caído
al suelo; el órgano de la Providencia había callado, y el asturiano roncaba.
«¡Ahora te conozco –exclamé– día 24!»
Una
lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por
el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el
suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y
con delicia en una caja amarilla donde se leía «mañana». ¿Llegará ese «mañana»
fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando
hablaba de ella, la seguía llamando noche
buena.
El Redactor General,
n.º 42, 26 de diciembre de 1836.
- ANÁLISIS
1)
Introducción
Mariano José de Larra (Madrid,
1809 – 1837) es uno de los más sobresalientes ensayistas españoles, y no sólo
del Romanticismo, período cultural en el que desarrolló su obra. Esta es, por
fuerza, breve, pues apenas vivió 26 años. Su desafortunada vida sentimental
--fracasó su primer matrimonio con Josefa Wertoret, con quien tuvo tres hijos,
y unos años después fue abandonado por la mujer que amaba, Dolores Armijo— y su
pesimismo existencial, político y social sobre el progreso de España fueron las
causas principales de su suicidio a edad tan temprana. Sin duda, fue una grave
pérdida para las letras españolas que no dejaremos de lamentar.
Aparte de una novela histórica
(El doncel de don Enrique el doliente)
y un drama también histórico sobre el mismo personaje (Macías), Larra se dedicó intensamente, desde muy joven, a la
composición y divulgación en la prensa periódica --a veces, fundador él mismo
de esas publicaciones-- de artículos de costumbres, literarios y
sociopolíticos. Aunque su pensamiento evolucionó con el tiempo, Larra mantuvo
posturas liberales, progresistas y comprometidas con la construcción de una
sociedad más educada, culta y equitativa.
2) Contenido
y estructura
Vamos a analizar el último
artículo publicado en vida por Larra, "La Nochebuena de 1836";
adoptaremos dos puntos de vista distintos, el plano de la expresión y el del
contenido.
Podríamos dividir el texto en
tres partes: una introducción, donde Larra explica qué asunto va a abordar, una
amplia segunda parte, en forma de diálogo (pero desequilibrado, pues casi
siempre habla el ayo) entre el autor y su criado innominado; y una pequeña
conclusión cerrando el coloquio. Ofrecemos unas notas sobre el lenguaje,
técnica y estilo usados por Larra.
No podemos dejar de hacer una
breve alusión al título, harto significativo y cargado de connotaciones
aparentemente positivas, pero luego se tornan lúgubres y pesimistas. El diálogo
que inventa Larra es muy ingenioso: se desdobla a sí mismo. Es un procedimiento
muy eficaz para lograr una crítica o autocrítica espeluznante por su
sinceridad. Habla de "delirios" filosóficos, es decir, quimeras,
deseos frustrados sin perspectiva de realización.
3) Rasgos
estilísticos
Desde la perspectiva
estilística, la primera nota sobresaliente es el de la riqueza léxica; la
significación está muy matizada y, frecuentemente, poetizada: deja abiertas
significaciones, vía ironía y sarcasmo, hacia una interpretación más amarga y
triste de la fiesta navideña. Cuando habla el criado, la expresión es rápida y
contundente, para no dejar lugar a equívocos o falsas indulgencias. Las
expresiones desbordan vitalismo y pesimismo, siempre muy pasionales. La
intención es transmitir al lector una idea exacta de las turbaciones de aquel
espíritu romántico y bastante atormentado. Otra nota estilística es la perfecta
estructuración enunciativa o coherencia expositiva que domina el discurso. El
lector avanza en la lectura sabiendo qué y cómo puede interpretar el contenido.
Larra acude a la
ridiculización de ideas y actitudes comunes en su tiempo para criticar
implacablemente los vicios sociales (amos que dan dinero a los criados para que
se emborrachen, mujeres fieles por un cuarto de hora como símbolo del amor,
etc.). Aquí podemos ver el entronque cervantino de Larra, del que se citan
párrafos más o menos literales. Se puede afirmar que Larra señala el camino al
periodismo moderno: argumentativo, intertextual, contemporáneo, muy cuidadoso
en su estilo, subjetivo y original.
4)
Análisis interpretativo del contenido
"En cada artículo
entierro una esperanza o una ilusión". En esta cita se aprecian amarguras
de su vida pública, como periodista, literato y político --fue elegido diputado
en 1836, aunque nunca pudo tomar posesión de su silla--, y también de su vida
más privada e íntima. ¿Y qué esperanza o ilusión muere en este artículo?
Responderemos a esta cuestión a continuación.
Larra fue un gran viajero.
Recorrió buena parte de Europa en su infancia y juventud; su padre,
afrancesado, se estableció en Francia unos años. Larra visitó Inglaterra y
otros países en un viaje de 1835. La contemplación de la vida nacional española
es comparatista y perspectivista, pues otros países europeos le sirven de
espejo en que mirar la realidad nacional.
Gran observador, de pluma
ágil, a Larra se le considera un escritor romántico: idealista, creyente en la
ensoñación de amor puro e inmarcesible, etc. Al no alcanzar estas cotas de
felicidad elevada, es decir, respuestas a sus ansias de felicidad personal y
armonía y progreso social, tanto en la vida pública como en la privada, opta
por un fin dramático. En cuanto a su pensamiento político, de su exaltación
juvenil conservadora pasa a un liberalismo maduro; cuando comprende el grado de
corrupción política y el mangoneo de los poderosos desemboca en un pesimismo
trágico.
Su vida privada sentimental,
en la que cifraba grandes esperanzas de hombre romántico. Sus ansias de felicidad
amorosa recibieron un doble revés al fracasar su matrimonio con Josefa Wertoret
y su relación don Dolores Armijo, de quien estaba hondamente enamorado. Podemos
apreciar, entonces, este doble desencanto irresoluble.
Larra escribe: "El
corazón del hombre necesita creer en algo, y cree mentiras cuando no encuentra
verdades que creer". Podemos ver cómo el autor confiesa su necesidad de
creer en ideas o ideales que sustenten su vida. El problema es que si estos
fracasan o resultan falsos, la propia vida se tambalea porque adquiere tintes
de farsa grotesca.
Algo más abajo afirma:
"La mayor desgracia que a un hombre le puede suceder es que una mujer le
diga que le quiere. Si no la cree es un tormento, y si la cree...
¡Bienaventurado aquel a quien la mujer dice "no quiero" porque ese a
lo menos oye la verdad!". Su desencanto amoroso es muy perceptible,
lacerante y destructivo. Dolores, su amor imposible, lo abandona para siempre
–de hecho, ella viajará a Manila para reencontrarse con su marido--. A Larra se
le frustran todas sus esperanzas y se siente víctima de un engaño.
En otro momento de su
artículo, enuncia: "El vientre es el encargado de cumplir con las grandes
solemnidades. El hombre tiene que recurrir a la materia para pagar las deudas
del espíritu". Su pesimismo religioso y su desesperanza emocional son aquí
bien visibles. El hombre se consuela transformando los ideales e ilusiones
espirituales en actos materiales de satisfacción de necesidades básicas.
Evidentemente, esto lo disgusta y, silenciosamente, lo empujan al rechazo de
estas celebraciones, como la Nochebuena. El aislamiento social y emocional son
evidentes.
El criado le espeta: "Te
llamas liberal y despreocupado, y el día que te apoderes del látigo, azotarás
como te han azotado". Bien podemos entender que Larra se lo reprocha a sí
mismo. Es un acto de autocrítica de una tremenda y seguramente peligrosa
honestidad. Larra plantea agudamente si existe realmente la libertad, incluso
para esos que la reclaman vehementemente, o sólo es un pretexto para acceder al
poder y perpetuar el dominio de unos hombres sobre otros.
El criado, un tanto cínico,
sostiene: "Cuando yo necesito de mujeres, echo mano de mi salario y las
encuentro, fieles por más de un cuarto de hora". Esta es la segunda
reflexión sobre el amor en este artículo. La amargura de estas palabras no
oculta que Larra creyó en el amor idealizado, romántico, eterno. pero todo eso
murió de golpe con el rechazo de la mujer amada.
Una última cita nos permite
apreciar la hondura de su desilusión. El criado, borracho, resume:
"Concluyo: inventas palabras y haces de ellas sentimientos... ¡política,
gloria, saber, poder, riqueza, amistad, amor! Y cuando descubres que son
palabras, blasfemas y te maldices. Yo estoy ebrio de vino, es verdad, pero tú
lo estás de deseos y de impotencias". Estas son las últimas palabras de su
criado –es decir, de Larra contra sí mismo--, llenas de verdad y tragedia, de
dolor y amargura ante su abrumadora realidad.
Ahora podemos responder a la
cuestión que antes planteábamos sobre qué esperanza moría en este artículo.
Larra entierra la esperanza de la felicidad, de la redención, de la fe en sí
mismo y en la sociedad. Ahora podemos comprender, no sin dolor, que al mes y
medio de escribir este artículo Larra optara por quitarse la vida. Sus fracasos
sentimentales y sus desilusiones sociopolíticas lo arrastraron a una situación
existencial trágica.
Este último artículo de Larra
posee una gran originalidad literaria –luego, Gil de Biedma, elegiría una
fórmula parecida en el poema "Contra Jaime Gil de Biedma" para
criticar y burlarse de sí mismo, sus miserias y debilidades— y una enorme
hondura existencial. Es el testamento de un hombre muy joven, desilusionado y
amargado que no encuentra salida para sus angustias.
2. PROPUESTA DIDÁCTICA
(Se puede trabajar con todo el artículo o parte de él. Las actividades pueden ser orales o escritas, de desarrollo en clase o en casa, de forma individual o en grupo. Puede dar lugar a un proyecto sobre la vida del escritor romántico muy interesante).
2.1. Comprensión lectora
1) Resume el contenido del
texto.
2) Señala su idea principal o
tema.
3) Distingue los apartados
temáticos o las secciones de contenido que estructuran su desarrollo.
4) Explica los rasgos
estilísticos más importantes (léxico, recursos expresivos, tipos de oración,
planteamiento del tema en un diálogo-monólogo entre dos personas allegadas...).
5) Indica cómo aparecen en el texto el narrador y los personajes.
2.2. Interpretación y pensamiento analítico
1) Documéntate y señala las
características básicas del subgénero en prosa conocido como ensayo.
2) Indica las características
románticas del texto y del autor.
3) ¿Por qué Larra se va
abocado a esta situación tan triste y desesperada? Señala elementos subjetivos
y objetivos, es decir, se su vida privada y de la situación española de la
época.
4) ¿Cómo apreciamos en el
texto la idea del amor como algo inmarcesible, ideal e imposible, llave, sin
embargo, de toda felicidad?
5) El criado, en realidad, ¿a quién representa? De otro modo, lo que dice, ¿son pensamientos del propio Larra?
2.3. Fomento de la creatividad
1) Escribe una carta a Larra
dándole razones para que cambie de posición y aprecie los aspectos positivos de
la vida.
2) Realiza una línea del tiempo
con la vida de Larra donde se aprecie sus vicisitudes y se comprenda su viaje
hacia el pesimismo más radical y pesimista.
3) Transforma el ensayo en una
pequeña representación teatral. Se puede modificar el final si se estima
adecuado y coherente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario