22/10/2020

Ensayo sobre "El Quijote": una reflexión ética y estética sobre la vida humana






Baiona, Pontevedra (VIII-2020) © SVM


 ENSAYO SOBRE EL QUIJOTE: UNA REFLEXIÓN ÉTICA Y ESTÉTICA SOBRE LA VIDA HUMANA

(Simón Valcárcel Martínez)



ÍNDICE DE CONTENIDOS


El ambiguo sentido de la existencia humana 2

La transcendencia y futilidad, simultáneas, de nuestras acciones 3

La ética quijotesca, acaso cervantina, basada en la bondad 5

La esencia de la literatura: contar en un marco metanarrativo de ironía, sátira y juego 5

La compasión y la bondad, ejes de conducta 7

La realidad y el deseo: ese conflicto irresoluble 8 

Algunas conclusiones para el lector del siglo XXI 9





El Quijote es una novela de una transcendencia y significación tan profundas que cada generación de lectores cava en su hontanar y encuentra mensajes nuevos. No es imposible acotarla en un ensayo. Muchos estudiosos han explorado su sentido y han encontrado mensajes nuevos. Eso nos anima a realizar nuestra indagación casi con la certeza de que la rica multisignificación de la novela cervantina asegura frutos válidos, acaso sorprendentes. Este texto es mi contribución al IV centenario de la publicación de la segunda parte del Quijote.

Estas líneas expresan una reflexión y una impresión personales sobre la gran novela cervantina. Conviene recordar, para adquirir una panorámica de conjunto y saber dónde se ubica nuestro texto, que éste es el non plus ultra de la narrativa mundial, una de las cimas de la literatura universal de cualquier época o lugar. Me gustaría comenzar recordando que la belleza literaria que encierra dentro de ella es de tanta altura y perfección que al lector le provoca una asombrosa reacción de estupor positivo. ¿Cómo es posible que encierre tanta belleza verbal y sentido intelectual construido con una herramienta tan aparentemente simple como es la palabra? He aquí el intríngulis principal. Por eso leemos y releemos buscando más; el texto cervantino es una fuente que no se agota jamás. En ella bebemos para saciar nuestra sed de imaginación ficcional y de juego verbal.

Mi tesis es que El Quijote encierra una lección honda, directa, lúcida y lúdica sobre el sentido de la existencia humana, bastante trágica. Un oxímoron chocante que nos asalta en los primeros pasos del pensamiento: la vida es un asunto bastante dramático, pero lo podemos sentir y vivir con algo de humor y risa, para contrarrestar el susto que nos invade cuando entendemos el verdadero sentido de la vida: morir y, al fin, “fuese y no hubo nada”. A continuación trataremos de explicar esta tesis con sus implicaciones y matices tal y como la percibimos en el Quijote. Este ensayo es mi humilde aportación particular al cuarto centenario de la publicación de nuestra genial novela, que se resuelve en una lectura individual, acaso melancólica, siempre sincera.

  1. El ambiguo sentido de la existencia humana

Cervantes realiza en el Quijote una original y muy honda reflexión sobre el sentido de la vida del hombre. Don Quijote sale de su aldea porque desea ser, o vivir como si fuera un caballero andante. Aburrido de cincuenta años de vida rutinaria, sólo alterada por el deleite de la lectura de libros de caballerías y otros (de ficción), decide pasar a la acción, hacer cosas con repercusión existencial y moral. Su guía moral es la del caballero andante: hacer el bien, socorrer a los necesitados e impartir justicia caiga quien caiga. Son valores éticos de extraordinaria altura y nobleza. 

¿Cree él mismo en su transformación? Yo creo que él quiere creer que sí es válida y legítima su decisión. La vida se le escurría entre los dedos, dada su edad, y necesitaba hacer algo para ganar fama, su objetivo principal, junto con el de divertirse, entretenerse, ver mundo a través de la experiencia directa, que complete la literaria. A veces, cuando recibe sinsabores físicos o emocionales, flaquea, pero nunca sucumbe. Alonso Quijano cree en Don Quijote de La Mancha contra viento y marea. Mantener esta coherencia es básico porque, de un modo u otro, justifica su vida pasada, de lector, y presente, de caballero andante.

El problema es que Alonso Quijano debe realizar un esfuerzo titánico desde el principio hasta el final de la novela para que los demás crean en su empeño. Es la diferencia que va de Alonso Quijano, el hidalgo de mediano pasa, a don Quijote de la Mancha, el caballero andante que “desface entuertos”. A veces logra que alguien crea en él; pero casi nadie lo toma en serio, sólo en broma; y se ríen de él ridiculizando su actitud, siguiéndole la corriente, o propiciando ocasiones en que reciben palos, amo y criado; esto ocurre, sobre todo, en la segunda parte. 

La opinión que más le importa a don Quijote es la de Sancho; éste es escéptico, pero no cruel, de modo que hace que cree, a pesar de que le cuesta palos y sinsabores. Cuando don Quijote cae enfermo y Sancho le propone disfrazarse de pastores y salir con un hato de ovejas al campo y hacer vida de personajes de novela pastoril nos proporciona la clave interpretativa: los dos son conscientes que han estado jugando, representando o ficcionalizando un modo de estar en el mundo.

Cervantes nos presenta la vida humana como un asunto tragicómico del que conviene distanciarse un poco para no caer en el ridículo. Realmente, sólo veo como vector invariable con el que no caben bromas la actitud y creencia cristianas ante la vida. En cualquier ocasión o circunstancia, el respeto de la doctrina cristiana es firme y sin fisuras. Si la vida terrenal es breve y llena de amarguras más o menos tolerables, conviene conducirse con una ética cristiana que nos asegure la vida eterna, en el paraíso, al lado de Dios. Este axioma lo mantienen con vigor don Quijote y Sancho, el cura y el barbero, Roque Guinart y el caballero del Verde Gabán. Nosotros, hoy, con nuestros aires de “modernidad” del siglo XXI recién estrenado, con nuestra mentalidad más laica, a veces arreligiosa o algo más, podemos negarnos a aceptarlo, pero los personajes de la novela funcionan así.

Las circunstancias concretas de la vida obligan a muchos personajes a flexibilizar y contorsionar su escala de valores hasta límites extremos. Al que más, a don Quijote, sin duda. A Alonso Quijano se le esfuman los años y, apresuradamente, ha de montar el juego de creerse caballero andante para vivir alguna aventura y experimentar el sentimiento del amor antes de que su tiempo se agote. Lo que vive de verdad es la amistad y la lealtad que anuda con Sancho. También vive intensamente el desengaño de muchas personas que son falsas y egoístas; creo que los duques es el más claro ejemplo.

Don Quijote conoce por la España adelante cautivos recién redimidos, damas traicionadas, mujeres enérgicas y hartitas de aguantar el rollo platónico de los hombres con intenciones muy turbias, hombres juiciosos, enamorados de la literatura, rufianes de toda laya (los galeotes liberados es un maravilloso retablo del paisanaje hispano de los bajos fondos de aquellos tiempos) y un largo etcétera. Sobre todos ellos, sin excepción, el caballero andante –y, es de entender, Cervantes— extiende una capa de comprensión bondadosa y tolerante. Incluso en el tema religioso, nuestro autor nos deja una lección de bondad, como cuando el morisco Ricote regresa tras su expulsión. Sancho se compadece de sus penas y lo acoge con cariño.

Cervantes nos desliza una sugerencia algo melancólica: la vida no es tan seria como para que no nos podamos reír de ella a gusto y gana. Pero esa misma vida no es tan absurda como para que no enderecemos nuestros pasos hacia un camino que le da un sentido completo y transcendente. Y si todavía alguno discrepare, el autor alcalaíno le desea buena suerte y ya se verá quién tenía razón. Esta tensión entre la concepción de la vida como un chiste de mal gusto y un asunto de la máxima importancia recorre toda la novela, a nuestro entender. En términos literarios: la tragedia y la comedia se entretejen en un tapiz único; las veras y las bromas son inseparables en la vida humana. 

Un ejemplo puede ilustrarlo: cuando a don Quijote lo arman caballero en la venta, todos se ríen a su costa, pero él mantiene su coherencia intelectual respecto a su constructo de caballero andante, lo cual es importante para él y para cualquier lector avisado, que capta inmediatamente la nobleza y la lógica de su comportamiento. ¿Es consciente de que los demás, empezando por el ventero socarrón, se ríen a su costa? Seguramente sí, pero ni el narrador lo expresa, ni don Quijote se da por aludido. Este ejemplo es una prueba, entre muchas, de que Cervantes quiso mantener un nivel de inteligente y exigente ambigüedad para que el lector despierto vaya un poco más allá en la lectura y reflexione con una leve sonrisa sobre asuntos que son de mueca grotesca: la vida es fútil, breve y, muchas veces, sin sentido.

  1. La transcendencia y futilidad, simultáneas, de nuestras acciones

Las acciones de don Quijote (y de Sancho, además de otros personajes más o menos relevantes como los duques, la traílla de galeotes, el caballero del Verde Gabán, etc.) parecen tan inocentemente inútiles que el lector no puede por menos de asombrarse de la seriedad con que las ejecuta. Don Quijote acepta estoicamente sus dolorosas consecuencias, sobre todo en un plano físico (recordemos que pierde dientes, media oreja, lo muelen y patean yangüeses, piaras de cerdos, etc.), pero también emocional (muchos dudan de la existencia de Dulcinea y, por tanto, de su amor por ella; otros se mofan de su aparente locura; otros más, como el enigmático Avellaneda, tratan de robarle su fama, etc.).

  Desde su decisión inicial de hacerse caballero andante hasta la derrota en la playa de Barcelona, don Quijote es tremendamente coherente pero intensamente fútil: todo lo que hace no sirve para nada, carece de importancia. Al pastor Andrés su amo lo sigue azotando a correazos tras la primera liberación de don Quijote; la doncella engañada por un novio que le promete matrimonio no alcanza entera satisfacción a sus deseos. Ni siquiera Sancho va al Toboso a entregarle la carta de don Quijote a Dulcinea. 

Existen algunos ejemplos más hirientes, como la liberación de los galeotes: les concede la libertad y, en pago, caballero y escudero se ven apedreados; Sancho gobierna con tiento y lo que recibe son patadas y golpes en la supuesta invasión de la ínsula; suben a Clavileño, pero al bajar la rutina diaria se impone. Ni siquiera los pobres cabreros obtienen nada de provecho tras escuchar un discurso que no entienden. El único beneficio que se desprende de sus acciones es la diversión, muchas veces lacerante, que los demás obtienen al seguir el juego de creerse caballero andante: el ventero y su tropa, los duques y sus sirvientes, don Antonio Moreno y su cohorte de Barcelona, etc. Los humildes aún mantienen un sí es no es de credulidad hacia don Quijote; los poderosos, simplemente, se burlan de él para reírse un rato y así entretener sus tedios de ricos malhumorados.

Las aventuras y acciones que don Quijote, como caballero andante, emprende no son relevantes para nadie ni tienen otras consecuencias que algún aporreamiento para amo y criado, como Sancho comprende muy bien, desde el principio de su salida. El nivel de futilidad es escandaloso y don Quijote lo sabe, pero la lógica del juego que ha emprendido no le permite desistir de él en pleno desarrollo. Sólo cuando el caballero de la Blanca Luna lo vence, don Quijote renuncia a seguir adelante y decide que el juego, real e imaginario, de pasearse por España a modo de caballero andante “desfaciendo entuertos” y ganando fama ha llegado a su fin. En las postrimerías, en el lecho de muerte, don Quijote admite que todo fue un pasatiempo entretenido. Lo expresa con toda claridad cuando afirma: “Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda prisa; déjense burlas aparte…”. En efecto, todo ha sido como una burla, esto es, “cosa de poco valor y de juguete”, según Covarrubias (1611, p. 159 v.). Esto es lo que podemos deducir del valor de las acciones de don Quijote, según su propio autor, al recuperar el juicio.

Sin embargo, las empresas que emprende don Quijote poseen un importante nivel de transcendencia porque el personaje parece que aspira a vivir con autenticidad y coherencia su experiencia de caballero andante. Administrar justicia, ayudar a los desvalidos, amar hondamente a su enamorada y ganar fama, esto es lo que él ambiciona de verdad. ¿Lo logra? La respuesta queda para cada lector. A nosotros nos da la impresión que a Cervantes le interesa más por deslizar interrogantes y abrir dudas que dar respuestas.

La lectura nos deja un poso melancólico de complicidad con el autor y de tristeza esperanzada respecto del personaje. El núcleo del mensaje descansa en el hecho de que la vida del hombre es transcendente y fútil a partes iguales, como nos muestra el caso de don Quijote.


  1. La ética quijotesca, acaso cervantina, basada en la bondad

Sea de ello lo que fuere, la novela cervantina nos muestra una y otra vez que, pese a la terquedad de los hechos que revelan que una mayoría de los hombres se mueve por codicia, egoísmo y satisfacción de pasiones personales, la vida del hombre adquiere pleno sentido cuando está regida por la ética, por un conjunto de valores que nos permiten discernir entre el bien y el mal. En concreto, por el conjunto de normas emanadas del cristianismo que, de algún modo, regulan la buena vida dirigida hacia una transcendencia eterna.

El caso de don Quijote es paradigmático: perdona a todos los que le infligen dolor o daño, libera a los galeotes, muestra comprensión ante Roque Guinart; complementariamente, se muestra cómodo con personajes de vida ordenadamente cristiana, como el Caballero del Verde Gabán. Como don Quijote, el personaje se guía por un código mixto de caballero andante y persona particular. Mas, como Alonso Quijano, se atiene a la ética cristiana moteada de bondad. Él mismo recuerda, con orgullo, en el último tránsito, que en el pueblo le llamaban “El Bueno”.

Existe una coincidencia entre ambas esferas de actuación, pues pretender el bien, evitar el daño ajeno y administrar justicia sin prejuicios so criterios que guían ambas éticas, la del caballero y la del escudero manchego. Sin ética, nada tiene sentido ni objetivo, pues la satisfacción de las bajas pasiones humanas sólo muestra pobreza humana y miseria espiritual. Sancho comprende esto muy bien cuando ejerce la gobernación de la ínsula; por eso se retira dignamente y proclama que se va como entró: pobre, pero digno.

Esta ética descansa en una tendencia constante a practicar el bien con todo el mundo, independientemente de su condición social o material. Don Quijote y Sancho lo demuestran a cada paso. La bondad como impulso natural que facilita la convivencia y orienta la existencia es un eje vertebrador de las conductas de los personajes más importantes del Quijote. Es de creer que el propio Cervantes comparte este marco moral, por cierto lleno de vigor y validez, antes y ahora.

  1. La esencia de la literatura: contar en un marco metanarrativo de ironía, sátira y juego

La literatura como actividad estética y lúdica consiste en contar bajo diferentes puntos de vista acciones divertidas. Don Quijote y Sancho protagonizan decenas de aventuras en sí mismas irrelevantes, pero entretenidas y aleccionadoras. Cervantes muestra y demuestra en su obra que escuchar o leer acciones que pasan a personajes verosímiles es divertido, entretenido y provechoso porque disfrutamos mientras leemos y, al tiempo, extraemos lecciones de enjundia para nuestro gobierno personal. La simple verdad literaria que se desprende sobre la praxis de la escritura novelesca es bien sencilla, aunque, al tiempo, bien difícil de entender y practicar, tanto desde el lado del autor, como del lector: personajes, acciones, un lugar y un tiempo en que se desenvuelven, bien contado y mejor tramado, es el núcleo duro de cualquier texto de ficción.

Esta lección literaria parece que viene muy bien en nuestra época, donde se ha pasado por momentos, felizmente acabados, en que se consideraba buena literatura el mero juego verbal, el artificio intelectual, el menosprecio de los elementos antes reseñados y las posiciones extremas, “de vanguardia” o “experimentales”, que no encerraban sino impotencia artística. No se contaba ni se mostraban acciones, se demostraban teorías políticas, artísticas o de otra naturaleza que, al parecer, eran la quintaesencia del arte literario. Es claro que en esas décadas se olvidó la lección cervantina de que la buena novela crea un mundo de ficción verosímil y autosuficiente donde unos protagonistas realizan unas acciones encaminadas a un fin en un marco espacio-temporal determinado. Parece perogrullesco, pero no lo es en absoluto, pues en España se olvidó este mensaje con cierta frecuencia en la segunda mitad del siglo XX.

La metanarratividad es un procedimiento que crea altas dosis de inteligencia estética. Cervantes escribe que un narrador escribe que un sabio encantador escribe que un árabe, Cide Hamete Benengeli, escribe que un moro aljamiado escribe. La magnífica superposición de estratos de creación escriturística introducen las suficientes dosis de superposición narrativa para crear complejidad, relativismo, perspectivismo y asombrosa admiración en el lector atento. Las distintas capas de supuesta escritura (a veces, en contradicción entre ellas) enriquecen la lectura e imprimen un sello de inteligencia creadora original y fecunda.

La ironía es un procedimiento creativo de alto nivel. Exige una escritura y lectura atentas e inteligentes. Escritor y lector deben sintonizar en un estrato de entendimiento en cuanto a la interpretación de los hechos narrados. La ironía en nuestra novela se verifica en el ámbito de los personajes, en el del narrador respecto a sus personajes, en el del autor arábigo respecto de su obra y, finalmente, en el de Cervantes respecto al conjunto del texto literario. 

En cuanto a los personajes, Sancho, por ejemplo, ironiza sobre sí mismo en muchas ocasiones con una gracia maravillosa. Tras recibir la paliza de los yangüeses, y recibir la advertencia de don Quijote de que él no se meterá en trifulcas si el enemigo no es caballero, Sancho anuncia muy solemnemente que él tampoco, y que perdona todos los agravios que le han hecho y podrían hacerle, caballeros o villanos porque él es de buen parecer y enemigo de pendencias. En otra ocasión, don Quijote le recomienda que olvide el manteo de la venta. Sancho dice que él podría olvidar, pero que su cuerpo no puede, y además quedarán señales de por vida, a juzgar por los moratones con que le escribieron en su cuerpo los golpes recibidos.

La ironía se aprecia muy bien en la tensión narrativa que plantean las grandes cuestiones: ¿está o no está loco don Quijote?; Sancho, ¿es un tonto simplote “con poca sal en la mollera”, como nos lo presenta el narrador? Cervantes dibuja a ambos personajes tan maravillosamente que siempre nos queda la duda: por ejemplo, don Quijote hace la rúbrica, pero no escribe su nombre, en la libranza de los pollinos que le ha de pagar a Sancho por los servicios prestados. En correspondencia, Sancho no cree, o dice no creer según la circunstancia concreta, en el encantamiento de Dulcinea, o en las transformaciones de rebaños en ejércitos y otras muchas tales. Pero sí cree en el vuelo de Clavileño por las esferas siderales. Y su nivel de razonamiento es siempre coherente, pero a veces prefiere callarlo por puro sentido común. Como él dice en alguna ocasión, tiene mujer e hijos que sostener y alimentar, así que riesgos, los justos. Este nivel de ironía sutil recorre el texto y ensancha el caudal estético de lectura muy poderosamente.

La sátira en el Quijote es densa y significativa. No deja en pie los libros de caballería (pero aquí transformada aquella en parodia), ni otros gustos estéticos disparatados según los percibía Cervantes. La clase noble y poderosa tampoco sale bien librada, ni el propio Lope de Vega, que recibe su mandoble correspondiente. La iglesia, los cultos farsantes, los soldados bravucones y otros muchos grupos y tipos sociales reciben su torniscón correspondiente, más que merecido, piensa el lector en sintonía con el autor.

Sin grandes urgencias, Cervantes satiriza muchos aspectos de la vida y la sociedad de su época con los que no estaba conforme. La nobleza ociosa e irresponsable, la expulsión de los moriscos, la mala literatura: he aquí algunos de los puntos satirizados y, por tanto, criticados.

Hace ya unas décadas que G. Torrente Ballester publicó un hermoso libro titulado El Quijote como juego. Ahí, el ilustre escritor gallego demuestra muy bien cómo toda la novela es una máquina movida por la idea de un juego: de personajes, de acciones, de conceptos, de sentido. Cervantes quiso montar un artefacto lúdico de comprensión intelectual, es decir, el lector tiene que comprender y aceptar que toda la novela es un juego que sólo se entiende plenamente si se entra en una lógica literaria lúdica que sostiene el narrador y don Quijote.

 Ambos falsean la realidad, la deforman o, simplemente, mienten bonitamente para que no se derrumbe el entramado lúdico. Don Quijote desea divertirse y el lector puede divertirse si acepta el deseo de aquel personaje. Este sutil mensaje  de que la vida misma no pasa de un juego más o menos entretenido, pero ejecutado muy de veras y con toda la coherencia exigible, circula por toda la novela. En los casos en que don Quijote se ve pillado en su lógica lúdica, miente o disimula para salir del paso, y a otra cosa. 

Corolario lógico de lo expuesto es que la risa y la sonrisa son elementos cosustanciales al discurrir novelesco. La novela hace reír, es cierto, pero casi al mismo tiempo incita al pensamiento reflexivo, estoico y sereno. El humor tiene muchas fuentes (palabras, hechos, personajes, situaciones, etc.) y puede ser más superficial o profundo, de ahí que derive hacia una risa franca o una sonrisa más comedida y, casi siempre, melancólica. Porque el origen de la risa suele ser una situación en la que alguien ha recibido daños físicos, emocionales o de otro tipo. Y justo es don Quijote quien más palos recibe; él, que es la bondad y liberalidad máximas, también deviene en objeto de burlas, chistes y bromas de todo tipo que acepta sin rechistar para mantener en pie su andamiaje lúdico. El yelmo de Mambrino, los quesos derretidos en él, la aventura con Altisidora, etc. son ejemplos de esta fuente de humor. Suele encerrar unas gotas de amargura: paga el pato el que menos lo merece.

  1. La compasión y la bondad, ejes de conducta

Un aspecto que apreciamos como determinante en la comprensión de esta novela es la constante invitación del autor a apreciar actitudes de compasión y bondad. Los personajes más inteligentes, poderosos o no, tienden a ser compasivos y bondadosos con todo el mundo, incluso a veces más allá de la lógica ordinaria. Don Quijote disimula todo tipo de agravios y faltas de respeto y ofrece siempre su cara más amable y generosa. Cuando no es así, ya fuera de sus casillas por el egoísmo o la torpeza ajena, los demás lo neutralizan, como los galeotes.

Sancho mismo, nada amigo de pendencias, perdona a todo aquel que lo agravia, como proclama en varias ocasiones. Claro que a ello ayuda su natural reservón y, a veces, cobarde. Sancho es codicioso, pero sabe abandonar el gobierno de la ínsula con la cabeza muy alta, para asombro de los bromistas a sueldo de los Duques.

Don Quijote y Sancho muestran compasión sobre todo con las personas desvalidas o maltratadas por la vida. Las mujeres engañadas o vilipendiadas, los simples menestrales que se ganan la vida con el sudor de su frente (el pastor Andrés es un caso bien conocido), los soldados o ex soldados esforzados que han luchado por su patria, etc. son los personajes por los que los dos protagonistas muestran más conmiseración. El morisco Ricote recibe la amistad y el calor humano de Sancho ante sus adversas circunstancias por el decreto de expulsión de 1609, seis años antes de que Cervantes publicara la segunda parte.

Esta actitud de nuestros dos protagonistas encierra toda una concepción de la existencia, más allá de las anécdotas cotidianas o de ideologías o creencias concretas. A pesar de que Sancho tome los aperos del burro del barbero con poca justificación, o don Quijote llame “don hijo de la puta” a Ginés de Pasamonte, estos dos hombres desean el bien a todo el mundo, se conduelen de las desgracias ajenas y tratan de ayudar a los demás. Si todos fuéramos como ellos, la vida sería más agradable y dichosa, sin duda. Es uno de los mensajes subliminales de nuestro escritor, creo yo.

  1. La realidad y el deseo: ese conflicto irresoluble

En el Quijote late una tensión constante entre la realidad, muchas veces decepcionante, o directamente sórdida, y el deseo, movido por altos ideales del espíritu. Los dos personajes centrales de la novela lo ilustran muy bien. Don Quijote es un hidalgo manchego de mediano pasar; lector y cazador rutinarios, se ve abrumado por una realidad que lo ahoga. Desea vivir como un caballero andante y ganar fama eterna a base de aventuras movidas por el valor de su brazo. Busca otras experiencias físicas y anímicas. 

Por eso dice que se enamora de Dulcinea, para experimentar nobles y elevados sentimientos amorosos de los que sólo tenía noticia por los libros leídos. Él mantiene (y se mantiene) tercamente la belleza de ella y su amor prístino, pero la dura realidad es cruel: ella no existe más que en su mente; él sabe que los demás conocen esa realidad, de ahí que se empeñe en ver a una campesina como si fuera Dulcinea. El juego es áspero y se trata de “sostenella y no enmedalla”, porque rectificar significa el fin de su juego. 

Don Quijote aspira a la justicia y al bien, pero la realidad que encuentra por las encrucijadas de España es dura de roer;  casi nunca puede salir adelante con sus nobles deseos, pero ni sucumbe ni se amilana. Es un hombre tenaz que cree en sí mismo, único medio de que los deseos sobrevivan en una realidad chata. Casi nunca logra sus objetivos, más bien al contrario; cuando cree que ha triunfado, como contra el vizcaíno o el barbero, la victoria es pírrica y ridícula. Esto le deja un poso de melancolía que el autor nos transfiere directamente, de ahí nuestra solidaridad inconsciente con don Quijote.

Sancho quiere enriquecerse a toda costa, pero su experiencia en el gobierno de la ínsula le permite comprender que las cosas no son tan fáciles y que la felicidad no radica necesariamente en la acumulación de bienes o de poder sobre otras personas. Otra vez el choque entre la realidad y el deseo es duro y paradójico, pero la nobleza de alma de este campesino manchego le permite aprender la lección y seguir con su esforzada vida atada a la labranza, libre a su manera.

Una ojeada al panorama social de la época de don Quijote y Sancho nos desvela un mundo áspero, inamoviblemente compartimentado y, en fin, una gran masa de hombres humildes peleando a diario por salir adelante: campesinos, venteros, yangüeses, pastores de todo tipo, mujeres del partido, etc. Don Quijote y Sancho encarnan la bonhomía, la liberalidad de pensamiento, la educación y, con matices, la conformidad con su condición social. Chocan con una sociedad, en general, ferozmente egoísta, maleducada, cerril y violenta.

El panorama cultural, sin embargo, es más alentador: la gente escucha lecturas en la sobremesa, los cabreros atienden a discursos con cierta curiosidad y por los caminos anda gente leída (el Caballero del Verde Gabán, el transeúnte que había leído el Quijote de Avellaneda, Ginés de Pasamonte, etc.). Analfabetismo no es sinónimo de ignorancia o estulticia, y Sancho es el ejemplo más acabado. Este magma cultural amortigua el tremendo choque entre realidad y ficción que se produce en nuestra novela.

Las cosas no son blancas o negras. Casi todas admiten un matiz singularizador: todos tenemos algo de bueno y de malo en nuestro propio carácter. Cervantes nos invita, desde un cierto escepticismo esperanzado, si se me permite la aporía, a un ejercicio de relativismo, comprensión y perdón; hoy le llaman “empatía”; pues, en efecto, igual que don Quijote y Sancho empatizan con personajillos de toda laya, así nosotros podríamos esforzarnos en empatizar con los demás, sobre la base de la bondad y el respeto recíprocos. La realidad áspera podría acercarse al deseo noble si fuéramos, simplemente, más tolerantes y viéramos la vida como un juego efímero con final próximo y marcado, parece querernos decir Cervantes. Nuestro idiotismo o codicia nos empuja a caminos extraviados, amargos e inútiles, pero hay remedio, nos susurra el alcalaíno. 

  1. Algunas conclusiones para el lector del siglo XXI

Cuatrocientos años después de su publicación (cuatrocientos diez, si tomamos como referencia la primera parte), algo parece evidente: la lectura del Quijote sigue proporcionando enorme placer estético, ético e intelectual a muchos lectores de cualquier lugar y sensibilidad; es señal inequívoca de que entre sus líneas brota una fuente de agua transparente en la que se puede saciar la sed de belleza, de conocimiento y de esperanza.

Yo creo que Cervantes tuvo dos aciertos mayores: el primero, consciente de que su material constructivo sólo son las delicadas, gratuitas y paradójicas palabras, monta un andamiaje narratológico sólido como una roca y fluido como un gran río que discurre por su cauce desde hace millones de años. Ahí está y ahí seguirá por los siglos de los siglos. Para ello partió, en un principio, de una idea humilde, pero de un potencial descomunal: parodiar los libros de caballerías. Luego, con su asombroso genio, construyó un relato mucho más profundo y hermoso de lo que pudiéramos imaginar. Yo creo que el primer sorprendido fue él, pero a nosotros, la lectura del Quijote nos sigue proporcionando un deleitoso estupor y una maravillosa sensación sorpresa inesperada, como un regalo que colma nuestros deseos más íntimos.

El segundo acierto es que el tema de su novela es la vida misma, qué es, cómo abordarla, pensarla y valorarla. En otras palabras, estamos ante una reflexión perspectivista sobre la condición humana. Y con increíble sencillez y asombrosa transparencia, nos desvela las miserias materiales y morales del hombre, nos expone nuestras peores pasiones y mejores anhelos; y lo hace sin acrimonia ni enfado. Cervantes está interesado en que descubramos por nosotros mismos la patética y trágica comicidad implícita en la existencia del hombre y comprendamos que el mejor modo de transitar este camino es seguir los hitos de la bondad comprensiva, de la sabia sencillez y del disfrute honesto de los pequeños placeres, entre los que se cuenta el de la literatura, ese extraño artefacto que edifica mundos con papel y tinta, sustentadores de la palabra.


(León,  22 de octubre de 2020)

 


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