02/11/2020

Benito Pérez Galdós: "Miau"; análisis y propuesta didáctica

 

Ribera del Bernesga, León (XI-2020) © SVM


PÉREZ GALDÓS: MIAU

  1. ANÁLISIS

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920) constituye, junto con Clarín, la cima de la novela realista en España. Galdós, hombre comprometido con las miserias humanas y con las lacerantes deficiencias de la sociedad española decimonónica, escribe muchas de sus novelas con una intención reflexiva de carácter ético. Además de los lógicos e imprescindibles requisitos estéticos que toda obra literaria debe cultivar, Galdós intenta dar un aldabonazo a las conciencias de sus lectores. Aborda los problemas de la sociedad de su época con espíritu independiente e intención reformista.

En este camino, Miau (1888) es una de sus obras más estimables del período etiquetado como "Novelas Españolas Contemporáneas" (Ciclo de la Materia: 1881-1889). El texto se centra en la figura del hombre ya mayor Ramón de Villaamil, funcionario cesado en un cambio de gobierno (eran los conocidos como "cesantes"; según el partido político en el gobierno, así perdían o ganaban un puesto en la Administración pública). Es un hombre corpulento, con barba, enjuto y de mirada incisiva; "y fue tomando su cara aquel aspecto de ferocidad famélica que le asemejaba a un tigre anciano e inútil" (cap. XIII); ya tenía sesenta años, de los cuales había trabajado como funcionario 34, incluyendo servicios en Cuba y Filipinas. Hombre cabal, íntegro y honrado, trata de reingresar a su puesto pidiendo favores a amigos influyentes, pero sin resultado positivo. Utiliza a su nieto Luis como correo, pues a él le da vergüenza aparecer en público en semejante situación. El niño se hace acompañar de Canelo, el perro de los Mendizábal. Francisco Cucúrbitas, De Pez, Sánchez Botín, Montes, Pantoja... son los antiguos compañeros de trabajo que ahora se desentienden de él porque los sablazos son continuos y agobiantes. En sus conversaciones (cap. XXI, entre Pantoja y Villaamil, es el ejemplo más claro) observamos personas de escasa formación y bajo talento que sobreviven como pueden en la maquinaria estatal.

Luis, su nieto, nacido en 1869, es un niño algo enclenque y fantasioso. En el colegio le pegan (la primera escena de la obra es terrible; narra la tumultuosa y violenta salida del centro escolar), en casa lo ignoran y él es de naturaleza soñadora. De hecho, medio en sueños, medio en delirio, habla frecuentemente con Dios, a quien le pide consejo y ayuda para su abuelo, además de recriminarlo por no cumplir sus promesas sobre el empleo para su abuelo. Su abuela, doña Pura, frívola, irresponsable y derrochadora, vive de las apariencias y del qué dirán. Aparenta un alto estatus social, para lo que ha de endeudarse frecuentemente, pues en casa ya no hay ingresos. En sus salidas a la ópera y a los paseos de la gente bien la acompaña su hermana Milagros. Esta, en su día, había sido cantante profesional de ópera, pero todo quedó en nada entre amores contrariados y promesas incumplidas, y ahora vive en casa de su hermana. Completa la familia Abelarda, hija de Ramón y Pura. A las tres mujeres les llaman las Miaus por sus rasgos felinos y sus gestos más o menos gatunos; incluso el nieto las ve, en sus visiones, transformadas en gatos. Tiene un novio más o menos de conveniencia. A Luis le suele regalar la merienda la corpulenta Paca Mendizábal, esposa del memorialista con el puesto en la entrada del portal del edificio.

Rompe este precario equilibrio doméstico Víctor Cadalso (cap. X), padre de Luis y yerno del matrimonio tutelar de la casa. Es viudo, antiguo marido de la hija mayor de Ramón y Pura, Luisa, mujer emocionalmente desequilibrada, fallecida unos años antes, cuando el niño tenía dos años de edad (cap. XIII). Víctor también es funcionario, pero ha logrado ascender muy rápido en la administración sirviéndose de malas mañas y algunos hurtos. Víctir es palabrero y guapo; engatusa a Abelarda, quien se enamora locamente de su engatusador cuñado, como antes le había pasado con su hermana Luisa (cap. XVI y ss.). Este, al fin, la desengaña, por lo que Abelarda a punto está de cometer una locura en la persona de Luis, movida por los celos; reproduce la conducta de su hermana. Al fin, Luis se va a vivir con su tía por parte de padre, Quintina, casada con Ildefonso Cabrera, sin hijos. Es como un pago por las deudas que su padre tenía con ella. Abelarda, por su parte, prepara la boda con su novio de toda la vida, Ponce (alguien califica de "gilí"), a quien no ama, pero le asegura un mediano pasar seguro, pues es el único heredero de un tío notario.

Ramón, harto, desesperado y derrotado llega a la conclusión que la muerte es su mejor descanso y consuelo, así que opta por quitarse de en medio (cap. XLIV y último), aunque se duele por la suerte de su nieto Luisito, a quien quiere hondamente. Los capítulos finales, de monólogo interior, casi flujo de conciencia de Ramón, nos muestran un hombre harto de su familia frívola y derrochadora, desencantado de la Administración, y sin fuerzas para seguir adelante.

La acción se desarrolla entre enero y el final de la primavera de 1878, con miradas retrospectivas más o menos extensas, como las que explican el pasado de funcionario de Villaamil y la juventud frívola y algo desgraciada de sus hijas. El tiempo, pues, está bastante limitado o comprimido. La acción se concentra en unos pocos meses que resultan ser fatales para el protagonista cesante. La acción discurre toda ella en la ciudad de Madrid, con sus callejuelas, calles principales, teatro real, parques, etc. Galdós, muy buen conocedor de la geografía urbana madrileña, nos transmite una imagen detallada y fiel del Madrid decimonónico. 

La fotografía urbana y humana de ese Madrid es realista y minuciosa. El mundo de la administración (el Ministerio de Hacienda, en concreto, con sus sufridos funcionarios, algunos corruptos, otros honrados, como Villaamil, todo bajo una sensación de caos inescrutable) es descrito con exhaustividad. También la vida de las familias entra en el cuadro galdosiano: sus penurias, sueños y amarguras. La familia Mendizábal es muy ilustrativa a este respecto: tienen mediano pasar trabajando de "memorialista", lo que hoy llamaríamos gestoría; sin hijos, se vuelcan en ayudar a Luis, a quien en el fondo Paca desearía adoptar.

El narrador se deja ver mucho más que en otras novelas galdosianas. Con sus ironías, sarcasmos y comentarios ácidos y ridiculizantes sobre la Administración tributaria de España y la vida social, nos muestra una actitud crítica y censoria sobre la sociedad española. En este sentido, utiliza un recurso singular: las interpolaciones entre paréntesis dentro de los diálogos para desvelar los sentimientos y pensamientos más profundos de los personajes; en general, muestran su hipocresía y cinismo en grado extremo –el caso de Víctor Cadalso es especialmente llamativo--. Estamos ante un narrador omnisciente, voluntariamente parcial, a medio camino entre la objetividad fría y la subjetividad cariñosa (sobre todo, referido al niño Luis), irónico en alto grado y sarcástico, a veces cruel, con los personajes tramposos. Es aquí donde apreciamos su postura e implicación ética ante la materia narrada. Gramaticalmente, se deja ver en numerosas intervenciones, en la focalización parcial a través de un personaje, en la selección personal de la materia narrativa (por ejemplo, en las miradas retrospectivas), etc.

Las intervenciones del narrador no sólo aparecen en primera persona del plural, a lo que Galdós nos tiene acostumbrados, sino del singular. He aquí un ejemplo (cap. XXII):

La señora de Pantoja había sido criada de servir (creo que de D. Claudio Antón de Luzuriaga, al cual debió Pantoja su credencial primera), y lo humilde de su origen la inclinaba a la oscuridad y al vivir modesto y esquivo. Nunca gastaron más que los dos tercios de la paga, y sus hijos iban adoctrinados en el amor de Dios y en el supersticioso miedo al fausto y pompas mundanales. A pesar de la amistad íntima que entre Villaamil y Pantoja reinaba, nunca se atrevió el primero a recurrir al segundo en sus frecuentes ahogos; le conocía como si le hubiese parido; sabía perfectamente que el honrado ni pedía ni daba, que la postulación y la munificencia eran igualmente incompatibles con su carácter, arca cuyas puertas jamás se abrían ni para dentro ni para fuera.

El título de la obra alude, a partes iguales, al mote de las Villaamil, por su aspecto y gestos gatuno, y a un memorial redactado por don Ramón donde propone un remedio para la deuda pública y la organización de una recaudación tributaria eficaz en España, aprovechado por sus enemigos para hacer sorna del asunto. Él mismo lo expone a los compañeros en los siguientes términos (cap. XXII):

«No es que sepa mucho (con modestia), es que miro las cosas de la casa como mías propias, y quisiera ver a este país entrar de lleno por la senda del orden. Esto no es ciencia, es buen deseo, aplicación, trabajo. Ahora bien: ¿ustedes me hicieron caso? Pues ellos tampoco. Allá se las hayan. Llegará día en que los españoles tengan que andar descalzos y los más ricos pedir para ayuda de un panecillo... digo, no pedirán limosna, porque no habrá quien la dé. A eso vamos. Yo les pregunto a ustedes: ¿Tendría algo de particular que me restituyesen a mi plaza de Jefe de Administración? Nada, ¿verdad? Pues ustedes verán todo lo que quieran, pero eso no lo han de ver. Vaya; con Dios».

Salía encorvado, como si no pudiera soportar el peso de la cabeza. Todos le tenían lástima; pero el despiadado Guillén siempre inventaba algún sambenito que colgarle a la espalda después que se iba. «Aquí he copiado los cuatro puntos conforme los decía: Señores, oro molido. Vengan acá. ¡Qué risa, Dios! Vean, vean los cuatro títulos escritos uno bajo el otro.

Moralidad.

Income tax.

Aduanas.

Unificación de la Deuda.

Juntadas las cuatro iniciales, resulta la palabra MIAU».

Una explosión de carcajadas retumbó en la oficina, poniéndola tan alegre como si fuera un teatro.

Los personajes son variados y abarcan todo el espectro social, especialmente el de la clase media. Todos ellos rezuman autenticidad y verosimilitud. Leyendo a Galdos, el lector desearía conocer a esos personajes y charlar con ellos un rato para verlos actuar y hablar, como para ratificar que, en efecto, viven como el narrador nos lo había contado. Luis, el niño, y Ramón, el abuelo, se reparten el protagonismo. El primero sufre alucinaciones por la debilidad física y el hambre; el segundo cae en la desesperación porque no logra reingresar en su puesto de trabajo de funcionario, ni enderezar el rumbo económico y moral de su familia. Entre ellos comparten un lazo de unión de amor y respeto que no se ve en el resto de los personajes.

Por otro lado, son los perdedores del carrusel de la vida que gira a su pesar. Aquí Galdós es duro y firme: los demás, siendo peores intelectual y moralmente considerado, triunfan, o hacen que triunfan. La hipocresía y el cinismo para medrar en la escala social es un asunto que se aprecia también en otras muchas novelas de nuestro novelista. Aquí, adquiere tintes dramáticos y, por tanto, doblemente criticados por el narrador. El parecido de don Ramón Villaamil con don Quijote es evidente: idealistas, generosos en su mediano pasar y obstinados en sus esperanzas, representan la lucha del hombre contra un mundo que no los entiende. Ambos fallecen al final de su recorrido. El influjo cervantino en Galdós también se ve aquí ratificado. Un ejemplo ilustra estos aspectos (cap. XX):

Desde aquel día, Villaamil frecuentaba la iglesia de un modo vergonzante. Al salir de casa, si las Comendadoras estaban abiertas, se colaba un rato allí, y oía misa si era hora de ello, y si no, se estaba un ratito de rodillas, tratando sin duda de armonizar su fatalismo con la idea cristiana. ¿Lo conseguiría? ¡Quién sabe! El cristianismo nos dice pedid y se os dará; nos manda que fiemos en Dios, y esperemos de su mano el remedio de nuestros males; pero la experiencia de una larga vida de ansiedad sugería al buen Villaamil estas ideas: no esperes y tendrás; desconfía del éxito para que el éxito llegue. Allá se las compondría en su conciencia. Quizás abdicaba de su diabólica teoría, volviendo al dogma consolador; tal vez se entregaba con toda la efusión de su espíritu al Dios misericordioso, poniéndose en sus manos para que le diera lo que más le convenía, la muerte o la vida, la credencial o el eterno cese, el bienestar modesto o la miseria horrible, la paz dichosa del servidor del Estado, o la desesperación famélica del pretendiente. Quizás anticipaba su acalorada gratitud para el primer caso o su resignación para el segundo, y se proponía aguardar con ánimo estoico el divino fallo, renunciando a la previsión de los acontecimientos, resabio pecador del orgullo del hombre.

El estilo de Galdós es llano, fresco, variado, versátil y tremendamente expresivo. Su facilidad expresiva es asombrosa: describe, narra y hace que los personajes dialoguen con una naturalidad y propiedad admirables. La arquitectura narrativa es muy acertada: selecciona su materia narrativa (la intimidad del hogar, la oficina, la calle, etc.) y la distribuye en capítulos de modo que se nos va presentando, como en un álbum de fotografías, toda una colección de personajes que circulan por un Madrid bullanguero, vivo y feliz a su manera, aun en contra de toda evidencia, como la corrupción, el desastre educativo, la desorganización administrativa y tributaria (que Galdós conoce a la perfección; cita puntualmente todas las leyes sobre la organización de la hacienda pública desde el ministro Mendizábal en adelante, pasando por Madoz y todos los demás).

 

  1. PROPUESTA DIDÁCTICA

2.1. Comprensión lectora

1) ¿Qué ocurre a la salida del colegio? ¿Quién molesta y quién ayuda a Luisito?

2) ¿Por qué don Ramón Villaamil es cesante?

3) Enumera los destinos administrativos por razones laborales de Villaamil.

4) En las conversaciones de Luisito con Dios, ¿Qué le pide este al niño para concederle el puesto de trabajo a su abuelo? ¿Qué provoca esto en el niño?

5) Víctor Cadalso, ¿qué sentimientos tiene por su familia política?

6) ¿Cuál es la principal diversión de las mujeres Miau? ¿Por qué? ¿Se la pueden costear?

7) ¿Por qué Abelarda aguanta a Ponce como novio? ¿Qué espera que ocurra para su vida material? ¿Llega a ocurrir?

8) ¿Qué hace Villaamil para recuperar su trabajo? ¿Quién le ayuda en esta tarea? ¿Cómo suele pasar las tardes?

9) La colocación de Víctor en un buen puesto de funcionario trae consecuencias. ¿Cómo reaccionan cada una de las Miau? ¿Y don Ramón?

10) Explica el final de Luisito y de don Ramón.

2.2. Interpretación y pensamiento analítico

1) ¿Qué pretende Víctor cortejando a Abelarda? ¿Por qué?

2) Explica la actitud de Galdós ante la Iglesia según las vivencias de los personajes.

3) ¿Por qué a Ramón lo consideran loco en el Ministerio de Hacienda?

4) ¿Cómo apreciamos en la novela el desbarajuste administrativo de la administración pública?

5) ¿Es posible sostener que la clase media era feliz, a juzgar por lo que apreciamos en el texto?

6) ¿Quién es el Padre? ¿Qué papel cumple?

2.3. Comentario de texto específico

Capítulo XXXVIII

Luisito salió a paseo aquella tarde con Paca, y al volver se puso a estudiar en la mesa del comedor. Pasado el extrañísimo, increíble arrechucho de Abelarda en la famosa noche de que antes hablé, el cerebro de la insignificante quedó aparentemente restablecido, hasta el punto de que un olvido benéfico y reparador arrancó de su mente los vestigios del acto. Apenas lo recordaba la joven con la inseguridad de sueño borroso, como pesadilla estúpida cuya imagen se desvanece con la luz y las realidades del día.

Ocupábase en coser su ajuar, y Luis, cansado del estudio, se entretenía en quitarle y esconderle los carretes de algodón. «Chiquillo -le dijo su tía sin incomodarse-, no enredes. Mira que te pego». En vez de pegarle, le daba un beso, y el sobrinillo se envalentonaba más, ideando otras travesuras, como suyas, poco maliciosas. Pura ayudaba a su hija en los cortes, y Milagros funcionaba en la cocina, toda tiznada, el mandilón hasta los pies. Villaamil siempre encerrado en su leonera. Tal era la situación de los individuos de la familia, cuando sonó la campanilla y cátate a Víctor. Sorprendiéronse todos, pues no solía ir a semejante hora. Sin decir nada pasó a su cuartucho, y se le sintió allí lavándose y sacando ropa del baúl. Sin duda estaba convidado a una comida de etiqueta. Esto pensó Abelarda, poniendo especial estudio en no mirarle ni dirigir siquiera los ojos a la puerta del menguado aposento.

Pero lo más singular fue que a poco de la entrada del monstruo, sintió la sosa en su alma, de improviso, con aterradora fuerza, la misma perturbación de la noche de marras. Estalló el trastorno cerebral como una bomba, y en el mismo instante toda la sangre se le removía, amargor de odio hacíale contraer los labios, sus nervios vibraban, y en los tendones de brazos y manos se iniciaba el brutal prurito de agarrar, de estrujar, de hacer pedazos algo, precisamente lo más tierno, lo más querido y por añadidura lo más indefenso. Tuvo Cadalsito, en tan crítica ocasión, la mala idea de tirarle del hilo de unos hilvanes y la tela se arrugó... «Chiquillo, si no te estás quieto, verás» gritó Abelarda, con eléctrica conmoción en todo el cuerpo, los ojos como ascuas. Quizás no habría pasado a mayores; pero el tontín, queriendo echárselas de muy pillo, volvió a tirar del hilo, y... aquí fue Troya.

Sin darse cuenta de lo que hacía, obrando cual inconsciente mecanismo que recibe impulso de origen recóndito, Abelarda tendió un brazo, que parecía de hierro, y de la primera manotada le cogió de lleno a Luis toda la cara. El restallido debió de oírse en la calle. Al hacerse para atrás, vaciló la silla en que el chico estaba, y ¡pataplum!, al suelo. Doña Pura dio un chillido... «¡Ay, hijo de mi alma!... ¡mujer!» y Abelarda, ciega y salvaje, de un salto cayó sobre la víctima, clavándole los dedos furibundos en el pecho y en la garganta. Como las fieras enjauladas y entumecidas recobran, al primer rasguño que hacen al domador, toda su ferocidad, y con la vista y el olor de la primera sangre pierden la apatía perezosa del cautiverio, así Abelarda, en cuanto derribó y clavó las uñas a Luisito, ya no fue mujer, sino el ser monstruoso creado en un tris por la insana perversión de la naturaleza femenina. «¡Perro, condenado... te ahogo!, ¡embustero, farsante... te mato!» gruñía rechinando los dientes; y luego buscó con ciego tanteo las tijeras para clavárselas. Por dicha, no las encontró a mano.

Tal terror produjo el acto en el ánimo de doña Pura, que se quedó paralizada sin poder acudir a evitar el desastre, y lo que hizo fue dar chillidos de angustia y desesperación. Acudió Milagros, y también Víctor en mangas de camisa. Lo primero que hicieron fue sacar al pobre Cadalsito de entre las uñas de su tía, operación no difícil, porque pasado el ímpetu inicial, la fuerza de Abelarda cedió bruscamente. Su madre tiraba de ella, ayudándola a levantarse, y de rodillas aún, convulsa, toda descompuesta, su voz temblorosa y cortada, balbucía: «Ese infame... ese trasto... quiere acabar conmigo... y con toda la familia...».

-Pero, hija, ¿qué tienes?... -gritaba la mamá sin darse cuenta del brutal hecho, mientras Víctor y Milagros examinaban a Luisito, por si tenía algún hueso roto.

El chico rompió a llorar, el rostro encendido, la respiración fatigosa.

-¡Dios mío, qué atrocidad! -murmuró Víctor ceñudamente.

Y en el mismo instante, se determinaba en Abelarda una nueva fase de la crisis. Lanzó tremendo rugido, apretó los dientes, rechinándolos, puso en blanco los ojos, y cayó como cuerpo muerto, contrayendo brazos y piernas y dando resoplidos.

Aparece entonces Villaamil pasmado de aquel espectáculo: su hija con pataleta, Luisito llorando, la cara rasguñada, doña Pura sin saber a quién atender primero, los demás turulatos y aturdidos. «No es nada» dijo al fin Milagros, corriendo a traer un vaso de agua fría para rociarle la cara a su sobrina.

-¿No hay por ahí éter? -preguntó Víctor.

-Hija, hija mía -exclamó el padre-, ¿qué te pasa? Vuelve en ti. Había que sujetarla para que no se hiciese daño con el pataleo incesante y el bracear violentísimo.

Por fin, la sedación se inició tan enérgica como había sido el ataque. La joven empezó a exhalar sollozos, a respirar con esfuerzo como si se ahogara, y un llanto copiosísimo determinó la última etapa del tremendo acceso. Por más que intentaban consolarla, no tenía término aquel río de lágrimas. Lleváronla a su lecho, y en él siguió llorando, oprimiéndose con las manos el corazón. No parecía recordar lo que había hecho. Entre Villaamil y Cadalso habían conseguido acallar a Luisito, convenciéndole de que todo había sido una broma un poco pesada.

De repente, el jefe de la familia se cuadró ante su yerno, y con temblor de mandíbula, intensa amarillez de rostro y mirada furibunda, gritó: «De todo esto tienes tú la culpa, danzante. Vete pronto de mi casa, y ojalá no hubieras entrado nunca en ella».

-¡Que tengo yo la culpa!... ¡Pues no dice que yo...! -respondió el otro descaradamente-. Ya me parecía a mí que no estaba usted bueno de la jícara...

-La verdad es -observó Pura, saliendo del cuarto próximo-, que antes de que tú vinieras, no pasaban en mi casa estas cosas que nadie entiende.

-¡Ah!, también usted... No parece sino que me hacen un favor con tenerme aquí. ¡Y yo creí que les ayudaba a pasar la travesía del ayuno! Si me marcho, ¿dónde encontrarán un huésped mejor?

Villaamil, ante tanta insolencia, no encontraba palabras para expresar su indignación. Acarició el respaldo de una silla, con prurito de blandirla en alto y estampársela en la cabeza a su hijo político. Pudo dominar las ganas que de esto tenía, y reprimiendo su ira con fortísima rienda, le dijo con voz hueca de sochantre: «Se acabaron las contemplaciones. Desde este momento estás de más aquí. Recoge tus bártulos y toma el portante, sin ningún género de excusas ni aplazamiento».

-No se apure usted... No parece sino que estoy en Jauja.

-Jauja o no Jauja (a punto de estallar), ahora mismo fuera. Vete a vivir con los esperpentos que te protegen. ¿De qué te sirve esta familia pobre y desgraciada? Aquí no hay credenciales, ni destinos, ni recomendaciones, ni nada, como dijo el otro. Y en esta pobreza honrada somos felices. ¿No ves lo contento que yo estoy? (Castañeteando los dientes). En cambio tú no tendrás paz en el pináculo de tus glorias, alcanzadas por el deshonor... Pronto, a la calle... El señor de Miau quiere perderte de vista.

Víctor lívido, doña Pura asustada, Luisito con ganas de romper a llorar nuevamente, Milagros haciendo pucheros...

-Bien -dijo Cadalso con aquella gallardía que sabía poner en sus resoluciones, siempre que eran mortificantes-. Me voy. También yo lo deseaba, y no lo había hecho por caridad, porque soy aquí un sostén, no una carga. Pero la separación será absoluta. Me llevo a mi hijo.

Las dos Miaus le miraron aterradas. Villaamil apretó con ferocidad los dientes.

«¿Pues qué...? Después de lo que ha pasado hoy -añadió Víctor-, ¿todavía pretenden que yo deje aquí a este pedazo de mi vida?».

La lógica de este argumento desconcertó a todos los Miaus de ambos sexos.

-Pero qué tonto -insinuó doña Pura con ganas de capitular-, ¿crees tú que esto volverá a pasar? ¿Y a dónde vas con tu hijo, a dónde? Si el pobrecito no quiere separarse de nosotros. Poco le faltaba para llorar.

Milagros dijo: «No, lo que es el niño no sale de aquí».

-Vaya si sale -sostuvo Cadalso, con brutal resolución-. A ver: saque usted toda la ropita de mi hijo para juntarla con la mía.

-Pero, ¿a dónde le llevas?, bobo, simple... ¡Qué cosas se te ocurren tan disparatadas!

-Por sabido se calla. Su tía Quintina le criará y le educará mejor que ustedes.

Doña Pura se sentó, atacada de gran congoja, sudor frío y latidos dolorosos del corazón. Vaya, que después de la hija, la madre iba a caer con la pataleta. Villaamil dio una vuelta sobre sí mismo, como si le hiciera girar el vértice de un ciclón interior, y después de parar en firme, abriose de piernas, alzó los brazos enormes, simulando la figura de San Andrés clavado en las aspas, y rugió con toda la fuerza de sus pulmones: «¡Que se lo lleve... que se lo lleve con mil demonios! Mujeres locas, mujeres cobardes, ¿no sabéis que Morimos... Inmolados... Al... Ultraje?». Y tropezando en las paredes corrió hacia el gabinete. Su mujer fue detrás, creyendo que iba disparado a arrojarse por el balcón a la calle.

 

a) Comprensión lectora

1) Resume el contenido del texto (100 palabras), enuncia su tema y establece los apartados temáticos o secciones de contenido.

2) Explica el lugar y el tiempo en que discurre la acción.

3) Analiza física y psicológicamente a los personajes que intervienen.

4) Fíjate en la figura del narrador y explica cómo detectamos su presencia.

5) Localiza y explica seis recursos estilísticos y cómo contribuyen a crear belleza literaria.

b) Interpretación

1) ¿Cuál es la causa real del ataque de Abelarda a Luisito?

2) Don Ramón, ¿sospecha la verdad? ¿Y doña Pura?

3) ¿Cómo podemos observar la manipulación psicológica de Víctor a todos los presentes?

4) ¿Por qué Víctor se quiere llevar al niño con él?

2.4. Fomento de la creatividad

1) Realiza una exposición, con un panel físico o con ayuda de las TIC, de la vida y la obra de Galdós, o del Madrid de 1870.

2) Escribe un relato sobre el mismo tema, pero ambientado en nuestros días, con personajes más o menos inspirados en los de la obra galdosiana.

3) Galdós describe con mucha minuciosidad y exactitud, dándole vida y movimiento a lo descrito: describe tu propia ciudad, o tu barrio, bajo el modelo realista de Galdos.

4) ¿Qué hubiera pasado si le hubieran dado el puesto de trabajo a Villaamil? Reescribe el final.

5) Partiendo del contenido de la novela, explica el papel de la mujer en la sociedad decimonónica española.


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